El retrato ante el espejo siniestro del arte

En un mundo en donde todos, de una forma u otra, consciente o inconscientemente, revelamos sin pudor todo lo que somos, creemos o queremos ser, lo que nos rodea, lo que hacemos, compramos, visitamos y un largo etcétera, la búsqueda de la personalidad por medio del retrato es el medio habitual para atisbar la superficie y adentrarnos con su visión en los recovecos menos expuestos de nuestra naturaleza. Podemos engañarnos a nosotros mismos, pero nunca al ojo del artista.

En ningún género se manifiesta tanto este empeño por distinguirnos del resto como en el retrato. Es la mirada del artista sobre esa persona, ajena al retratado, la que se encarga de desvelar ese misterio. El pensamiento cristiano, desde época antigua, consideraba el retrato como una representación del alma. Al fin y al cabo, el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, por tanto forma parte intrínseca de esa divinidad. Pero también el retrato era considerado una representación llena de vanidad, sin la licencia religiosa, al igual que la imagen que nos devuelve el espejo era vista como imagen de soberbia. De esta forma, el ser humano se encontraba en un punto intermedio entre la luz y la oscuridad, y no sólo en su interior sino también en su imagen exterior.

 

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Detalle de la “Mesa de los pecados capitales” (c.1505- 1510), El Bosco. Fotografía vía Wikipedia

 

No obstante, en el siglo XIX y especialmente durante el pasado siglo, se va haciendo latente en la mentalidad colectiva occidental el cuestionamiento de esa divinidad. Se trata de “la muerte de Dios”, tal y como argumentaba Nietzsche. El sujeto ya no está ligado a ningún modelo ni a ningún código moral, y, por tanto, la imagen de sí mismo es inestable, alterada; en definitiva, una pálida sombra en un mundo cambiante sin dioses que le respalden.

Todo esto pondría las bases para hacer un arte más personal dando lugar a una expresividad individual del artista para volcar en su obra todo su sentir en relación a esta nueva verdad. En los albores del siglo XIX, el sujeto ha dejado de ser individuo para convertirse en masa. Nos encontramos en el mundo moderno de la multitud anónima que pasea sin rumbo por las ciudades, tal y como relataba el poeta Charles Baudelaire en “El pintor de la vida moderna”, y para ello los términos manidos de antaño debían reformularse a través de un nuevo arte.

La fotografía, o la impresión de la imagen de forma permanente, estuvo ligada desde sus inicios tanto a la ciencia como al arte, y, por tanto, al pensamiento estético y visual del momento. Su progresivo avance tecnológico dotó a este medio artístico de múltiples posibilidades a lo largo del tiempo. A pesar de ello, sus defensores tuvieron que hacer frente a diversas dificultades hasta conseguir que la fotografía fuera considerada como un arte autónomo.

Durante sus primeros años de vida, la fotografía fue considerada el equivalente a la realidad sin ningún tipo de valor estético. A modo de polo negativo, la fotografía fue considerada un documento más de experimentos científicos, algunos de dudosa moral hoy en día, mientras que otros contribuyeron de forma objetiva y científica al avance del estudio de ciertas enfermedades y a descartar otras. Este fue el caso de la histeria femenina, estudiada por el mentor de Sigmund Freud, el doctor Jean-Martin Charcot, y cuyas pacientes fueron fotografiadas por Albert Londe, inventor de la cámara cronomatográfica, pionero de la cinematografía. Estos retratos sacaron a la luz una naturaleza turbada, convirtiendo un rostro, que podría parecernos familiar y real, en algo siniestro u ominoso.

 

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“Paciente de histeria del Hospital Salpêtrière de París” (1878), Albert Londe. Fotografía vía Listverse

 

El éxito de la fotografía no fue sólo científico, también fue un fenómeno de masas y un producto de pronta comercialización. Por ese motivo, pronto se encontró con el rechazo por parte de las minorías intelectuales del momento en su consideración artística, como los propios Baudelaire, Ingres o Puvis de Chavannes, entre otros.

La artificialidad de los retratos en las conocidas cartes de visite de Disdéri dejaron paso a la introspección de Nadar en los retratos de la alta sociedad intelectual francesa. La imagen del otro se trató con la misma nobleza que en las tradicionales artes visuales. La fotografía de Pierre Gonnord recupera este concepto en sus retratos, ahora ya sin distinción de clases.

Frente a esta corriente, la pintura de vanguardia se desligó de su modelo. En la bruñida superficie del espejo, Francis Bacon vio monstruos. Este artista tenía como modelo precisamente la fotografía y no la realidad. El rostro se convierte en su obra en una apariencia vacía; el modelo ya no existe, del mismo modo que ocurre en su famoso Estudio del retrato de Inocencio X, una imagen que le obsesionó durante veintidós años llegando a realizar más de cincuenta estudios de un cuadro pintado por Velázquez en 1650.

 

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“Estudio según el retrato de Inocencio X de Velázquez” (1953), Francis Bacon. Fotografía vía La Guía

 

Bacon nos enfrenta a un ser desposeído casi por completo de su humanidad quedándose únicamente con una esencia que puede parecer desgarradora por su gesto convulsionado por el grito. Se trata de una persona destacada, un Papa, que se convierte al anonimato ante la mirada del espectador, invirtiendo la idea del retrato tradicional, alejándose de su efigie. Con cada representación, va perdiendo su presencia real.

Cada retrato va sugiriendo el siguiente como una secuencia hasta llegar a un punto muy alejado de su inicio. Por el contrario, el retrato de Velázquez aporta la información visual de alguien en particular y realmente no nos cuesta imaginar la personalidad del Pontífice, ya fuera verdadera o ficticia. Se nos habla de algo que aparentemente se nos oculta. Bacon, a diferencia del retrato tradicional de las élites del poder, explora un interior que intuimos, rebasando la categoría del retrato para convertirse en algo siniestro, misterioso o ilimitado en aquello que debería haber quedado oculto. Algo que también explora el japonés Hiroshi Sugimoto en su serie de retratos a partir de figuras de cera sobre grandes personalidades históricas. Su fotografía en blanco y negro de gran formato y la pose arquetípica del retratado o “su doble siniestro” se sitúan en un punto intermedio entre realidad y falsedad, vida y muerte.

 

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“Retrato de Enrique VIII” (1999), Hiroshi Sugimoto. Fotografía vía Deutsche Bank – Art Works

 

De ahí deviene nuestra fascinación por estas imágenes como si fuera un acto de proyección sin riesgos de nuestros propios temores o deseos que nos plantea nuestra existencia. Tiene que ver con lo intolerable o lo irracional, que se relaciona con la transgresión de las normas sociales en aquello comúnmente aceptado. De nuevo, es una búsqueda de lo original y lo propio.

En un mundo donde la egología es nuestra religión y el voyeurismo online nuestro ocio, necesitamos más que nunca el arte, y ante todo los artistas, para que nuevamente y como siempre pongan ante nosotros ese espejo en donde reconocer nuestra belleza y nuestros monstruos internos más allá de lo aparente.

 

Silvia Santillana
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