Claustro de Moissac

Transformaciones del Ornamento: Adolf Loos

Una cuestión que me ha escamado muchas veces cuando me he acercado a la arquitectura del pasado es su relación con la ornamentación. A lo largo de la historia de occidente, la decoración aplicada a la arquitectura ha sido vista en más de una ocasión como un elemento incómodo, no sólo para la correcta apreciación de las construcciones, esto es, a un nivel estético o formal, sino incluso como un problema, en el sentido también de preocupación, de la propia condición humana. No exento por tanto de connotaciones éticas, asociado en múltiples ocasiones al caos, al desorden, a un estado casi inferior de civilización, el ornamento ha sido presentado incluso como un mal para nuestra conciencia, no acorde con espíritus puros que pretendan llevar una vida virtuosa. Y todo ello a pesar de que la ornamentación es portadora de mensajes y símbolos en la arquitectura histórica.

Si bien esta crítica al ornato no ha sido sistemática, al no aparecer tratados específicos al respecto, sí que existen muchas opiniones de pensadores influyentes al respecto que manifiestan a las claras una actitud crítica al respecto. En la Grecia Clásica, tenemos a Platón, adorador, como antes Pitágoras, de las esferas y los cuerpos geométricos abstractos, puros. Platón realizó además una condena explícita a la pintura sobre paramentos y escenarios teatrales, por cuanto engañaba a los sentidos y falseaba a la realidad, que evidencian su consideración peyorativa de la ornamentación. Esa censura se hace más patente a partir del triunfo del Cristianismo en la Edad Media. Así, cuando en pleno Medievo, en el siglo XII, San Bernardo de Claraval critica la fantasiosa decoración de portadas y claustros de los monasterios de la época, tan propia del bestiario románico, lo hace porque considera que todo ese despliegue ornamental viene a distraer al fiel de la verdadera contemplación y meditación, esto es, la correspondiente a la Obra y la Palabra del Creador. Lo hace también porque sentía todo ese arte «demasiado profundamente como para no considerarlo peligroso»[1]. Y es que lo que molestaba al sobrio monje francés era la seducción que sobre él ejercían los prodigiosos elementos ornamentales del románico, como los de un San Pierre de Moissac que vemos en la imagen que abre esta entrada, que se presentaban así prácticamente como tentaciones, objetos casi diabólicos que podían desviar del buen camino al cristiano. Las opiniones de San Bernardo supusieron no obstante la base de uno de los movimientos más austeros en lo decorativo de toda la Edad Media, creador de un arte propio, como fue el Císter.

En el Renacimiento, con la superación de las extravagancias ornamentales del Gótico final y el triunfo progresivo del retomado lenguaje clásico, esta actitud para con el ornato arquitectónico, si bien tiende a suavizarse en su connotación religiosa, no desaparece por completo. La crítica al ornato es más formal, como la opinión de Vasari en el XVI sobre la grottesca, a la cual tachaba despectivamente de pintura licenziosa e ridicola. El siglo XVII francés, desde las opiniones lanzadas desde el oficialismo de la Academia clasicista, ahondará en esta animadversión hacia lo ornamental que prepara el camino para la lectura negativa de los excesos decorativos del lenguaje Barroco que efectuarán los arquitectos neoclásicos a lo largo de los siglos XVIII y XIX.

 

Adolf Loos

Adolf Loos en Pilsen, hacia 1930

 

San Bernardo, Vasari, los neoclásicos, son por tanto solo algunos ejemplos de toda una línea de opinión que atraviesa la historia del occidente cristiano que se caracteriza por su intolerancia para con esa pulsión ornamental que, de todos modos, nunca dejó de existir en la civilización occidental. No obstante, pocas críticas al ornato han sido en este sentido tan duras al respecto como la realizada por Adolf Loos (1870-1933) en su artículo de 1908 Ornamento y delito. Este arquitecto y teórico de la arquitectura escribe en la Viena del pomposo Imperio Austrohúngaro, caracterizado arquitectónicamente por un decorativismo excesivo en sus edificios, consecuencia de la influencia del Modernismo fin du siècle, pero también de la propia tradición Rococó de la capital imperial. No es de extrañar que en este contexto Loos reaccionara al ornamento.

El texto se nos presenta así imbuido de una actitud estética e intelectual dirigida al cambio y a la ruptura con toda una fase de la cultura, muy en conexión por tanto con los movimientos de Vanguardia que se estaban dando en pintura y escultura en Europa, tales como el Cubismo, la Abstracción o el Expresionismo, tendentes a aniquilar – al menos en teoría – la tradición artística occidental para construir un nuevo mundo. Considerando la historia desde una perspectiva evolucionista, Loos comienza señalando el interés por lo decorativo como algo propio de las primeras fases de la evolución de la humanidad, esto es, algo desfasado que al compás de los nuevos tiempos conviene dejar atrás. Propone como ejemplos la necesidad del dibujo del niño o los tatuajes de los pueblos primitivos (ambos casos, formas de vida aún «no educadas») para demostrar que el ornamento no deja de ser una característica de retroceso, de degeneración. La pasión por la decoración de los movimientos del fin du siècle es entonces vista por este teórico como un síntoma de la degradación de la cultura -Loos habla de «epidemia ornamental»-, impulsada por clases sociales de tendencia conservadora (antes la aristocracia, y ahora la poderosa burguesía y el estado austriacos, en el caso de su país) que imposibilitan el desarrollo hacia la modernidad de las naciones y de la humanidad. Este freno cultural está causado por «delincuentes», que atentan incluso contra la salud de los hombres. La modernidad debe caracterizarse, en fin, por la ausencia de ornamentos antes que crear ornamentos nuevos.

 

Loos Michalerplatz. 1909-1911

Adolf Loos. Edificio en Michaelerplatz de Viena. 1909-1911. La decoración a base de macetas de flores seguramente no estaba en los planes de Loos.

 

Las ideas del arquitecto sobrepasan así el plano meramente estético para llegar, como Platón, como San Bernardo, al de la ética. El rechazo al ornamento, signo para él de «fuerza espiritual», supone también el rechazo a toda actitud dada al exceso, a todo afán de lujo característica de la sociedad burguesa, que no hacen sino devolver al hombre a la fase inicial, a la de las apetencias innecesarias y caprichosas del niño. En su crítica a esas clases pudientes y ostentosas y en su afirmación del obrero como «hombre sano», incapaz de crear ornamento alguno, Loos se acerca a postulados cercanos al socialismo; ornamento es fuerza de trabajo desperdiciada, llega a decir Loos, prueba de un intento de cambiar las cosas que demuestran lo coherente de sus conclusiones. Las premisas de Loos suponen en definitiva un impulso hacia la sencillez, un anhelo por una vida más pura y racional si se quiere que haga mejorar al hombre, sin hacer distinciones, para llegar así a una sociedad más igualitaria. Dichos postulados, materializados no sin ciertas contradicciones en obras concretas del propio Loos como la Casa Steiner, se acercan mucho a lo que luego harán arquitectos también imbuidos de preocupaciones sociales como Walter Gropius, impulsor por lo demás de esa escuela del racionalismo moderno, en el diseño y en la arquitectura, como fue la Bauhaus. De hecho, la obra teórica y práctica de Loos será una influencia capital para el desarrollo del racionalista Movimiento Moderno. Loos se nos revela a su vez precursor de algunas actitudes propias de ese Movimiento Moderno propenso a la ausencia de decoración en su crítica al oficio del arquitecto como dibujante de fantasías (véase la arquitectura futurista o la expresionista) y en su afirmación de éste como diseñador de objetos de uso corriente, en su intento, de nuevo, de renovación global del hombre y su entorno.

 

Steiner Haus 1910

Adolf Loos. Casa Steiner. Viena, 1910

 

Sin embargo, a pesar del valor de su propuesta por una arquitectura más social, Loos repite lugares comunes de la «teoría anti-ornamento» que hemos visto en autores de periodos precedentes. Cae, casi sin darse cuenta, en el viciado prejuicio de la tradición artística y cultural occidental, que hace que la aparente novedad de sus razonamientos quede enmarcada en el eterno debate Clasicismo-Barroco. El péndulo oscila ahora hacia el lado de lo racional, lo lógico y lo legible, la abstracción geométrica y rectilínea que, según nos cuentan siempre los principales teóricos de esta tendencia, caracterizan al Clasicismo; por el contrario, el barroquismo, la corriente decorativa e imaginativa (la del ornamento, pues) dentro de la historia del arte, vuelve a quedar relegado al gusto arcaizante, tanto el popular como el refinado y aristocrático, como si el deleite en el adorno fuera definidor de mentes pobres que nunca podrán comprender ni asimilar la atemporal (y elitista) Verdad que nos revelan los sólidos platónicos. Sintomático es que Loos, a la hora de aconsejar «ornamentos adecuados a nuestra época», señale el lenguaje clásico como el más apropiado para «poner orden en nuestra vida».

Sin embargo, ¿es todo esto cierto? ¿Realmente un edificio puede ser concebido absolutamente sin decoración?

 

[1] BARASCH, M.: Teorías del arte. De Platón a Winckelmann. Alianza. Madrid, 1999. Pág. 90.

 

Juan Alberto Romero

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.