Arte e historia bañados en sangre

¿Habéis visto últimamente cómo está la ficción en el cine y la televisión? Zombies, vampiros, asesinatos explícitos, familias de psicópatas, venganzas mortales, letales reinas del grito, sangre, sangre y más sangre. ¿Por qué nos regocijamos tanto ante la visión del líquido vital por excelencia aunque este sea de mentirijillas? Por muy actual que el fenómeno nos parezca, teniendo en cuenta que la escalada gore de la industria del entretenimiento mainstream puede situar sus comienzos hace una década, debemos plantearnos la cuestión de que, en la civilización occidental, los actos de crueldad y muerte han estado siempre presentes en la vida social y han contado con su reflejo en distintos tipos de espectáculos y en el arte mucho antes de la llegada de las películas y las series.

Por todo el Imperio Romano, la multitud acudía en masa a los ludi munera para ver luchar a gladiadores entre sí y con animales salvajes hasta la muerte: en los juegos celebrados por Trajano para celebrar su victoria en la Dacia perecieron 11.000 fieras. En los circos, hogar de este sangriento pasatiempo, la diversión se basaba en la pura violencia y, a juzgar por los testimonios que han llegado hasta nosotros, gozó de gran popularidad. El origen de los juegos de gladiadores no resulta muy claro y se ha apuntado a hipótesis que lo relacionan con el pueblo etrusco o con la tradición osco-samnita. En cualquier caso, se tiene constancia de que ya desde el siglo II a.C., durante el período de máxima actividad militar de la República, estas violentas celebraciones eran comunes en Roma, habiendo perdido ya su posible vínculo con el mundo funerario y siendo utilizadas con fines únicamente políticos, como recuerda la expresión pan y circo. Los ludi munera se mantuvieron con éxito hasta el siglo IV, cuando se prohibió el enfrentamiento con fieras y la lucha de gladiadores en el contexto del incipiente cristianismo, si bien en otras regiones como Grecia o Asia nunca estuvieron realmente arraigados.

 

 

Es este cristianismo el que define culturalmente, en mucha mayor medida, lo que la civilización occidental es en términos de costumbres, principios y educación, sobre todo si tenemos en cuenta que recoge y adapta muchos de los rasgos paganos preexistentes en las regiones en las que se instaló triunfalmente. Y la presencia de la muerte, el dolor y la sangre es constante. Jesús Palacios, en un curioso y divertido artículo que titula Santa Sangre: Iconografía católica y cine gore, apunta a algunos espectáculos a los que acudía el pueblo cristiano no solo para ser instruido y moralizado, sino para satisfacer su curiosidad y morbo, como una forma de entretenimiento: los prodigios realizados por santos y místicos como Simeón el Estilita, acontecimientos de los que, con un poco de suerte, podían llevarse un souvenir (cuando los peregrinos le vieron agonizar [a Simeón], armaron tal tumulto que fue preciso enviar desde Antioquía a una guardia formada por seiscientos soldados para proteger su persona, que los devotos se hubieran disputado con furia para llevarse alguna reliquia). Otro espectáculo, más tardío pero más multitudinario y longevo, fueron los autos de fe perpetrados por los Tribunales de la Inquisición, los cuales eran llevados a cabo en los espacios de reunión pública de la población y a los que esta acudía no solo para ser advertida sino para disfrutar del ajusticiamiento.

Además de la Pasión de Cristo, cuya sangrienta naturaleza quedó plasmada magistralmente por el alemán Matthias Grünewald y la torturada carne de sus lienzos o por la imaginería castellana barroca del siglo XVII, las Sagradas Escrituras están plagadas de episodios que bien podríamos considerar gore —cómo olvidar el explícito chorro de sangre que sale disparado hacia el espectador en el Judit y Holofernes (1599) de Caravaggio— y las historias de los santos mártires cuentan con viscerales detalles que han salpicado el arte desde la Edad Media hasta la Contrarreforma. Con tales antecedentes no es de extrañar que el cine se haya alimentado de estas historias, tanto literal como veladamente, para realizar sangrientas películas como El cuarto hombre (“De Vierde Man”, Paul Verhoeven, 1983), La última tentación de Cristo (“The Last Temptation of Christ”, Martin Scorsese, 1988) o La Pasión de Cristo (“The Passion of the Christ”, Mel Gibson, 2004), entre muchas otras. Palacios también recoge en el citado artículo declaraciones de directores como Hitchcock, Scorsese, Friedkin o Fulci en las que se hace patente cómo la Iglesia, en mayor o menor medida, ha influido en su trabajo a través de la educación que en esta recibieron.

 

 

Si el final de la Edad Media o la época del Barroco supusieron una obsesión continua en torno al tema de la muerte y a la degradación de la carne debido a las pestes, hambrunas y guerras, el hombre contemporáneo ha vivido una situación similar pero más extrema tras las dos guerras mundiales que le llevaron a una crisis completa de todos sus valores y creencias. La fragilidad de la vida humana y su carácter efímero nunca han dejado de atormentar al ser humano, a pesar de que en nuestra sociedad actual la relación con la muerte se haya enfriado, convirtiéndose casi en un tema tabú y perdiéndose los ritos ancestrales que ya solo perviven en poblaciones rurales en las que el paso al más allá está presente como algo vivo. En cuanto a lo que espectáculos cruentos se refiere, aún permanecen vigentes —y en el epicentro del debate público— las corridas de toros, en las que el espectáculo tiene como reclamo y consecuencia final la muerte violenta del animal.

Por otro lado, Federico S. Palacios, en Del gore, de la pintura, pretende recorrer brevemente la historia de la pintura en busca de imágenes sangrientas, obviando la temática expresamente religiosa, que puedan dialogar con el cine gore. En este breve pero interesante discurso pone de relieve el gusto por representaciones truculentas desde el siglo XVII como Saturno devorando a un hijo (1636) de Rubens, las lecciones de anatomía y el Buey desollado (1655) de Rembrandt y los grandes cuadros de La carga de los mamelucos y Los fusilamientos (1814) y el Saturno (1819-1823) de Goya. En época más reciente, destaca los lienzos de Máscaras cirujanas (1890) de Ensor, John, el asesino de mujeres (1918) de Grosz, Asesino sexual (1922) de Otto Dix, las series en torno al motivo del buey desollado de Francis Bacon o El retrato de Dorian Gray (1943-1944) pintado por Ivan Albright y que apareció en la película con el mismo nombre del año 1945 (“The Picture of Dorian Gray”, Albert Lewin).

 

 

Como se puede constatar, nada surge por generación espontánea. Contamos con una amplia tradición teñida de rojo que se ha manifestado a lo largo de toda la historia en las creencias, el arte, las costumbres y el ocio. Siendo el cine y la televisión los catalizadores de todas estas experiencias en nuestro mundo contemporáneo, la exhibición del gore y la violencia en la gran y pequeña pantalla parece una consecuencia natural.

 

Diego Fraile

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