Dismaland de Banksy: ¿acierto o fracaso?
“¿Falta algo en tu vida? ¿Necesitas salir más? Entonces deja de hacer lo que estés haciendo y ven al lugar más feliz del mundo”. Colas de horas, entradas agotadas al instante, reventas desorbitadas y visitas privadas para personalidades vip. Dismaland, el “anti-parque temático” de Banksy, ha sido sin duda una de las atracciones mediáticas de este verano. El famoso grafitero y una tropa de más de 50 artistas, entre ellos pesos pesados como Damien Hirst o españoles como Paco Pomet, unieron fuerzas para presentar una exhibición de arte contemporáneo crítica con la sociedad del espectáculo bajo el disfraz de una experiencia cercana a Disneyland –al menos, de forma paródica-, si bien son muchos los que han criticado esta apuesta. ¿Qué podemos aprender de este experimento artístico, cultural y social?
Miremos atrás para hacernos con algunas de las claves de este asunto. Banksy, una misteriosa identidad para una de las personalidades artísticas más famosas y establecidas del momento, se hizo un nombre gracias a pintadas irónicas y directas de sabor subversivo pero, aceptémoslo, descafeinado. Su obra, como la de los enfants terribles surgidos en la década de los 90, se nutre de la controversia y de la polarización entre fascinación y rechazo. Muchos críticos han tildado a Banksy de hipócrita debido a su uso de la subcultura del street art y del ataque a los dudosos valores de la sociedad occidental siendo, sin embargo, una figura integrada y aceptada en el establishment. Otros, de ideas quizás más rancias, han cargado contra un arte fácilmente aprehensible, comprensible y popular. Y si los grafitis levantaban ampollas, señores, “bienvenidos a Dismaland”.
No es este lugar para discutir asuntos personales, pero creo relevante recordar cómo conocí por primera vez esta propuesta. En mi pequeña parcela dentro del imperio de Mark Zuckerberg, mientras paseaba distraído por mi timeline, uno de mis conocidos, completamente ajeno a la burbuja del mundo del arte, compartió un vídeo en el que un reportero, de acento británico, recorría las instalaciones de un parque temático distópico. Mis ojos captaron Banksy, princesas Disney e ironía. Lo compartí inmediatamente, divertido por la idea de una reimaginación postmoderna más de la gran factoría de sueños –porque, seamos sinceros, ¿cuántas veces hemos visto a los compañeros de Mickey Mouse sufrir cambios de sexo, cortes de pelo, ensanchamientos de caderas y recibir nuevos estilismos en los últimos meses?– e inmediatamente también lo olvidé. No fue hasta toparme en repetidas ocasiones con el mismo titular que mi atención recayó sobre lo que verdaderamente era Dismaland y sus pretensiones.
Como yo, la gran mayoría de personas ha visitado el lugar más (in)feliz de la Tierra de forma virtual, gracias a la impresionante cobertura mediática que ha recibido por parte de medios británicos y, posteriormente, internacionales. A esto se han sumado cientos de vídeos, gifs animados y fotografías en internet. Un proyecto diseñado para desmantelar el poder adormecedor del ocio masivo que, sin embargo, se consume en redes sociales de forma tan rápida e intranscendente como una grabación casera de gatos y perros. Aquellos que han tenido la suerte o desgracia de asistir en carne y hueso a Dismaland y han escrito sobre su visita, no se han llevado un mejor sabor de boca. El público acudió excitado por la idea de una experiencia física, directa, interactiva y ácida, y de unas expectativas que, como el propio Banksy reconoció, no se correspondían con la realidad y que, en gran medida, deben achacarse al reflejo virtual en los medios. A fin de cuentas, la parodia de un parque de atracciones no dejaba de ser una excusa creativa, divertida y hasta cierto punto original de presentar una exhibición de arte contemporáneo. El asunto, sin embargo, se le escapó de las manos a Banksy: la “excusa” se convirtió en el motivo principal de visita, y las obras, la crítica y la reflexión, en la excusa.
Podemos intentar establecer un par de conclusiones en claro. Si Dismaland ha tenido tal éxito ha sido gracias al sabio uso de los medios de comunicación de masas por parte de alguien ya de por sí mediático. Como Andy Warhol dijo ya en los años 70: “el arte de los negocios es el paso que sigue al Arte”. No es esto algo negativo, puesto que entiendo que es inútil aferrarse a un modelo de arte tradicional que responde a una sociedad anterior y distinta a la nuestra. Nos guste o no, el arte necesita de la publicidad, del marketing y de los medios para sobrevivir. Y aunque Marshall McLuhan estaría en desacuerdo conmigo, el medio, por peligroso que sea, no es el fin. Quiero pensar que las intenciones de Banksy, más o menos acertadas, eran legítimas y reales. Si el mensaje se ha perdido por el camino debemos dirigir nuestra mirada, una vez más, al mensajero y, todo sea dicho, al receptor, que tampoco se preocupa por mirar más allá de lo que se le es transmitido.
A pesar de ello, no todo ha sido un fracaso. Dismaland es una batalla ganada al modelo expositivo del “cubo blanco”, estéril y aburrido como experiencia estética y de conocimiento. Roma no se construyó en un día y a cada paso nos encontramos más cerca de encontrar una manera de integrar el arte contemporáneo en la vida y en las estructuras de la sociedad de masas, más allá del templo del museo y sin que se convierta este en ocio vacío. Por ahora, quedémonos con la divertidísima ironía de este parque temático que, aunque no del modo que Banksy ideó, es una verdadera radiografía de nuestro tiempo: una gran crítica a la superficialidad del espectáculo que se convierte en un espectáculo superficial. Ese, Occidente, es nuestro espejo.
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