El rescate del arte contemporáneo mexicano
“¿Dónde está el propio ‘sitio’? Esta pregunta es fundamental a la hora de hablar del impacto de la colonización y afecta a todos y cada uno de los aspectos de la sociedad colonizada. Las cuestiones alrededor del concepto del ‘sitio’ —cómo se concibe, cómo se diferencia del ‘espacio’ o ‘lugar’, cómo entra en la consciencia cultural y la produce, cómo se convierte en el horizonte de la identidad— son algunas de las más difíciles y debatidas en la experiencia poscolonial” (Post-Colonial Transformation, Bill Ashcroft).
Dentro del contexto de los años 90 y de la búsqueda del propio sitio desde el discurso poscolonial, un caso muy atractivo es, sin duda, el de América Latina. Si a final de los 80 los artistas latinos que con más frecuencia se exponían eran algunos de los afincados en Estados Unidos, a mediados de los 90 el campo se había abierto de manera ostensible a los artistas provenientes de otras partes del continente.
Quizás los primeros síntomas se detectan a principios de los 90, cuando prima el interés por abrir el campo de acción, por terminar con algo que se podría denominar “centralismo” neoyorquino a través de las Bienales del Withney. En 1991, el artista cubano Félix González Torres presentó uno de los primeros ejemplos de lo que se denomina arte relacional por implicar de forma directa al visitante.
Aquel año de 1991 era un año de crisis. El dólar estaba por los suelos, el sida había hecho su impacto y, aunque fuera de manera tímida, la idea de centro se empezaba a tambalear y se hablaba de su final, así como del de la periferia. Las propuestas empezaban a llegar también desde América Latina y se concretizaron con el encuentro “Identidad Cultural y Artística en América Latina”. En dicho encuentro la pregunta parecía clara, tratando de reunir más que de distanciar. No obstante, algunas voces se dejaban oír alertando sobre los peligros de esa “visión conjunta”.
¿Qué era en aquellos momentos para el mercado neoyorquino lo latinoamericano? Sencillamente, aquello que parecía más latinoamericano, es decir, lo cubano y lo brasileño. En pocas palabras, aquello que recuperaba la tradición nostálgica de las vanguardias históricas, el exotismo (África) del cual el discurso hegemónico andaba siempre ávido y que representaba la infancia de la humanidad. Es bien cierto que ese arte latinoamericano, en aquellos primeros años al menos, priorizaba algunos países frente a otros, tal y como se ha dicho, pero la discusión seguía viva y poco a poco esa primera generación daba paso a la visibilidad de artistas de países que en un primer momento estaban menos presentes, como México.
Hablar hoy de mexicanidad es muy complejo, pero es evidente el interés que los artistas mexicanos encuentran en el mundo del arte contemporáneo, y en España en particular, donde en el último año se organizaron diferentes exposiciones dedicadas a artistas de México.
En junio, en la Torre Iberdrola de Bilbao, el comisario Guillermo Paneque seleccionó, para la exposición “Variaciones sobre tema mexicano”, cerca de un centenar de obras procedentes de colecciones públicas y privadas a ambos lados del Atlántico. En la exposición, el comisario investigó la construcción de la imagen de México, en la que contribuyeron tanto nacionales como extranjeros, desde los dibujos paisajísticos del siglo XIX hasta las fotos realizadas por Tina Modotti, Kati Horna o los Hermanos Mayo. Todos ellos representan al conjunto de artistas que emigraron de Europa y de los Estados Unidos para instalarse en el país mexicano por su cultura y por su clima político.
La exposición investigó también la complejidad del imaginario mexicano y cómo los artistas contemporáneos han utilizado ese universo aprovechando diferentes medios artísticos: el vídeo Teresa Margolles (“¿Por qué van corriendo esas putas?”), las instalaciones de Damián Ortega (“Fantasma”, creada con las piezas cromadas de una Volkswagen Escarabajo) y de Francis Alys (“Ensamblaje de óleos y láminas”) e incluso el cuadro de Gerardo Murillo (“Erupción del Paricutín”, un óleo pintado por las dos caras como oda a la multiplicidad del país).
Cuando algunos piensan en el arte mexicano, tienden a creer que todo acaba en el D.F., que más allá no hay nada. Sin embargo, a pesar de la clara centralidad que tiene la capital, hay que considerar la importancia que tienen otras ciudades. Una de ellas es seguramente Guadalajara, que se ha revelado en las últimas décadas como uno de esos lugares fundamentales, seguramente también junto a Tijuana y Monterrey, en el desarrollo artístico de este país. Guadalajara es el lugar de origen y de actividad de algunos de los artistas mexicanos que más han destacado en el ámbito internacional en los últimos años, exponiendo en algunos museos, centros y galerías de gran importancia, tanto americanos como europeos. En 2015, la Casa Encendida de Madrid dedicó una exposición a Gonzalo Lebrija, “Measuring the distance”. Las obras de este artista, ya sean fotografías, vídeos, películas, dibujos, esculturas o instalaciones, producen no ya instantes precisos, sino momentos críticos, tal y como evidenció el comisario Humberto Moro. Se trata de momentos que desvelan el modo en que lo cotidiano está regido por estructuras de poder y por una autoridad invisible que siempre está presente. En sus obras, Lebrija pide que el espectador se involucre, que busque un significado y encuentre relaciones entre todos los trabajos. Pero para que esto suceda, el espectador tiene que ser capaz de tomar distancia. “Midiendo la distancia” se titulaba la exposición, un nombre muy parecido al de la instalación de cuatro películas de 16 mm, “La distancia entre tú y yo”, en la que se podía ver al artista alejarse de la cámara corriendo a la máxima velocidad que le era posible.
En 2015, en la Imaginart Gallery de Barcelona, visité la exposición “Dale piso”, que presentaba una serie de obras de Lorena Rodríguez. Nacida en Monterrey, su último proyecto TEPT (trastorno de estrés postraumático) es una investigación documentada con vídeo, foto y audio sobre la violencia que azotó a México, principalmente a la frontera con Estados Unidos, debido a la guerra del narcotráfico. El eje central de su trabajo se basa en la memoria, donde investiga y documenta los recuerdos, pero también lo que olvidamos y, sobre todo, aquello que fabricamos o modificamos, así como los efectos que esto tiene en nuestra conducta.
Rodríguez, en una entrevista que acompañaba su exposición (precioso el catálogo de la exposición y el texto de Indira Sánchez Tapia, colaboradora del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey), cuenta la experiencia que condiciona su trabajo:
En el 2010, debido al narcotráfico, una ola de inseguridad azotó México, sobre todo al norte del país, incluyendo mi ciudad, Monterrey. El 2 de junio de ese año, los integrantes de mi familia (incluyéndome) fuimos secuestrados, extraídos de nuestra casa en medio de la noche por más de 30 hombres fuertemente armados, a bordo de alrededor de 15 carros y camionetas. Esa noche conocí el cañón de una pistola visto de frente mientras estaba hincada en la tierra, vi por primera vez de cerca un “cuerno de chivo” y presencié la tortura.
Lentamente, la aparente normalidad ha vuelto, dejando atrás las constantes balaceras, el ejército en las calles, los muertos, los colgados en puentes y mucha gente desaparecida, pero así se han ido desvaneciendo también los recuerdos de una violencia que la mente ha preferido borrar, pues muchos vivimos cosas que no debería vivir un ser humano. En mi actual proyecto, “TEPT”, investigo y documento los recuerdos de esa época a través de audio, instalación, dibujo y pintura, para no olvidar y quizá también a modo de catarsis.
La serie “Dale piso”, realizada dentro de dicho proyecto, cuestiona el uso de objetos cotidianos con fines distintos a su naturaleza (por ejemplo, una tina con agua para revivir a quienes eran golpeados con un bate o una tabla). En cada pieza presento una imagen del objeto como fue utilizado por los secuestradores, un dibujo del mismo en la tienda antes de ser comprado y el objeto real, haciendo una reflexión de cómo cosas tan familiares y cotidianas se pueden transformar en algo completamente distinto a su naturaleza.
No puedo recordar de qué material era el bate, el color de la tina o la lámpara, pero he tratado de plasmarlos con la mayor fidelidad a mi memoria. Es extraña la manera en que funciona la mente, a veces no puedo creer lo que vivimos y me parece que no sucedió, los detalles se confunden en mi cabeza, se van diluyendo y mi intención con esta serie y con todo el proyecto es que lo que vivimos esa noche, como lo vivido por muchos otros mexicanos, no se olvide.
Lorena Rodríguez utiliza el arte para trasmitir la memoria despertando con sus obras nuestros miedos más profundos. Lo escrito por Julia Varela y Fernando Álvarez Uría, que concluye la presentación de esta exposición por Indira Sánchez Tapia, es un mensaje importante para el mundo del arte, no solo el mexicano: “el mundo de la expresión artística es el mundo de la belleza, pero también el mundo de la reflexión, la experimentación, la denuncia, la provocación y la innovación”.
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