Literatura erótica, moda libre de censura
Vivimos en una época marcada por las libertades; la libertad de expresión es el pasaporte que muchos emplean para ir más allá de las normas, para mostrar al mundo sus propias identidades, para expresar todo lo que ronda en sus mentes y para tratar de transgredir en cierto modo. Aun así, es innegable que siguen existiendo ciertas censuras que rodean, entre muchos otros, al ámbito artístico. Por suerte, se ha experimentado una gran evolución en este tema respecto al siglo pasado, y es por ello que podemos decir con cierto orgullo –no siempre, pues en otros aspectos nuestra sociedad sigue poseyendo sobrados motivos para sentirnos avergonzados– que tenemos la suerte de vivir en un mundo avanzado, libre y posmoderno; nótese la ironía al solo aplicarse, y de cierta manera, estas categorizaciones a Occidente, pues en demasiados países siguen ocurriendo sucesos que nos remiten al Medievo, o a una época todavía más primitiva.
A pesar de estos avances y logros conseguidos arduamente a través de las décadas, mucha gente sigue impresionándose o escandalizándose ante ciertas obras o algunas nuevas formas de transgresión –que en muchas ocasiones no lo es y tan solo se trata de la búsqueda de una igualdad que a veces parece inalcanzable, o en el intento de naturalizar ciertos aspectos de la vida que deberían estar ya más que asimilados para los tiempos que corren.
En cuanto a las obras artísticas que logran impresionar, y concretamente en la literatura, de vez en cuando aparecen bombazos comerciales como Cincuenta sombras de Grey, calificadas demasiadas veces como literatura basura como para obviar tales críticas y solo dejarse llevar por el contenido. En estas novelas se explora la sexualidad, se explora a la manera del posmodernismo, sin dejar ningún detalle en el tintero, mostrándolo todo cuanto más explicito mejor, incluyendo formas de violencia aceptadas en el propio acto sexual, y un largo etcétera. Como hemos dicho, bombas comerciales que consiguen llenar los bolsillos de sus autores –autora, en este caso– y hacer las delicias de adolescentes y no tan adolescentes, mayoritariamente del público femenino, para la obra que nos ocupa. La gente tiende a creer que más allá de una simple historia, estas novelas logran producir un impacto por lo obsceno de su contenido, pues, a pesar de estar impregnadas de tintes románticos que pretenden ensalzar o añadir profundidad a tramas vacías e insulsas, no logran que el lector y el crítico que van más allá de la pura superficialidad de las letras y frases que componen el manuscrito se dejen llevar y engañar. Y lo extraño de todo esto es, precisamente, que haya logrado convertirse este tipo de literatura erótica –pornográfica– en toda una moda, en un boom que ha logrado que clones igualmente carentes de calidad literaria salgan al mercado ansiando dar un buen bocado al pastel monetario al que han conseguido echarle el guante.
Nada de esto es innovador; quizá la novedad sea que hoy en día, por suerte, puedan lanzarse al mercado obras con este tipo de contenido sin que pasen años a la sombra, que es lo que ocurre cuando la férrea censura examina con ojo avizor un fenómeno externo que puede desestabilizar un intento por cerrar las mentes humanas de todos nosotros. Años atrás vendieron los vampiros y los hombres lobo, y ahora el sexo vuelve a estar de moda en los estantes de las librerías. Y el simple hecho de que esto sea posible debemos agradecerlo a multitud de autores y autoras que ya arriesgaron –sí, porque décadas atrás esto era un verdadero riesgo– en su momento, renunciando al dinero, a la fama e incluso al sagrado derecho de autoría, para poder ejercer con su pluma una fuerza que ayudara a acabar con unas barreras estúpidas, ilógicas y destructivas. Hay un buen puñado de autores que escribieron auténticas obras maestras y que incluyeron en sus manuscritos una interesante cantidad de escenas sexuales explícitas, de todas las índoles, y fueron rápida y directamente censurados por ello. A esto hay que sumar también el hecho de que no se cortaban a la hora de intercalar en sus líneas sus transgresores ideales –pues sí lo eran en aquellos tiempos–, dando a conocer unas ideas revolucionarias, unas maneras de pensar que para nada estaban bien vistas y unas críticas sociales y políticas que conducían automáticamente a sus novelas al calabozo de las letras, a un injusto olvido en que todo aquello por lo que lucharon no hacía más que morir bajo el peso del polvo.
Y estos escritores eran personas que en muchas ocasiones preferían morir de hambre a ganarse la vida de otro modo que no fuera escribiendo. Eso mismo dijo el ganador del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez en un documental en el que hablaba, entre otras cosas, de su infancia y sus inicios literarios. Y no escribían para enriquecerse, no, lo hacían para transmitir unas ideas al mundo, para mostrar sus identidades gozando de la libertad que el arte les ofrecía para hacerlo –aunque entonces, y en este sentido, el arte y la sociedad no fueran para nada unidos–, y es por ello que sin esa presión capitalista machacándoles la cabeza lograban escribir con veracidad y calidad, dando como resultado unas obras que se volverían inmortales, que servirían como inspiración a futuras generaciones de artistas y que les otorgarían a ellos mismos la categorización de leyendas, además de añadir a sus biografías unas polémicas y unos misteriosos estilos de vida que los volverían, si cabía, más interesantes todavía.
Es por ello que podemos gozar de la lectura de escritores como Henry Miller, quien se puso frente a la máquina de escribir tardíamente y publicó su ópera prima, Trópico de Cáncer, a sus 46 años, en 1934, hoy en día considerada un clásico y una de las obras más importantes de la literatura contemporánea. Un pensamiento radical, una ruptura total de la estructura narrativa, completas libertades a la hora de emplear largos monólogos interiores y flashbacks para narrar una historia atípica que es una continua muestra de su estilo de vida anticonvencional que lo llevó, a él y a otros, a capitanear la bohemia moderna. Las mujeres y el sexo se elevan como temas centrales desprovistos de todo tabú, mostrados de forma explícita y con una sinceridad brutal que rebasa los límites de lo visceral y lo vulgar. Esta novela fue el comienzo literario para un autor que a sus cincuenta años vivió su segunda y auténtica juventud, y que con ello se ganó el estatus de ejemplo a seguir para generaciones de artistas y autores posteriores; véase los beatniks, la generación beat y su comandante, Jack Kerouak, que en su tiempo y con su estilo enseñó al mundo su forma de vida elevándolo a un estándar con la inmortal En el Camino. Las renuncias que Miller tuvo que tomar, como veníamos diciendo: casi treinta años de censura que apartaron su obra de los Estados Unidos, si bien es cierto que sí fue publicada en Francia, donde fue concebida, y le permitió ir ganando unos seguidores que décadas después se convertirían en millones de lectores. En EEUU fue procesada por obscenidad según las leyes del momento contra la pornografía, y solo pudo ingresar en el país clandestinamente, sirviéndose de la portada de Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
Miller, D.H. Lawrence y otros autores imprescindibles, fueron ejemplo de que se pueden unir sexo explicito y buena literatura, mezcolanza que por desgracia no abunda hoy en día. “Cuando el sexo ríe, un terremoto sacude el mundo, estremece el edificio de la Bolsa, y derrumba sin remisión los templos”; así lo dijo el autor de los Trópicos, y es una gran verdad viniendo de una mente que empleaba la sexualidad como forma de liberación vital y espiritual, volviéndose una pieza clave en toda su obra.
La polémica levantada por el sexo en la literatura, al venir de manos de una mujer, se volvía doblemente potente; no olvidemos el hecho de que tiempo atrás se veían obligadas a publicar con pseudónimo para poder lanzar sus letras al mundo, ya que la literatura, como muchísimos otros ámbitos, estaba única e injustamente destinada a los hombres. Anaïs Nin, quien fue íntima amiga y amante de Miller, ocupó un lugar importante en el que residen las pioneras literarias. Fue la primera mujer en publicar relatos eróticos en Estados Unidos, si bien es cierto que lo más interesante, y también polémico, fueron sus diarios, los cuales comenzó a escribir con once años y que ocupan la friolera de alrededor de 35.000 páginas mecanografiadas. En los diversos volúmenes que lo componen aparecen multitud de personalidades reconocidas, por lo que en el momento de su publicación tuvo también que aceptar cierta censura, al estar muchas de ellas todavía vivas. Ya con el tiempo se irían publicado las páginas íntegras, originales, viéndose liberadas de censura menor.
En el triángulo amoroso que vivieron Anaïs Nin, Henry Miller y la que era su esposa por aquel entonces, June, ésta última inició a Nin al lesbianismo, inculcándole esta “curiosidad” sexual para alguien heterosexual y permitiendo así dicho triángulo. A propósito de esto, tristemente no solo se censuraban las obras con un alto contenido sexual, sino con tramas amorosas basadas en la homosexualidad. La prueba de ello, la también luchadora Patricia Highsmith, autora de Carol, recientemente llevada a la gran pantalla por el realizador Todd Haynes. La novela fue censurada por poseer como pieza central de su trama la relación amorosa entre dos mujeres, y más todavía, por contener un final que no castigaba moralmente cierta conducta, uno que no era trágico, cosa impensable en la época; de hecho fue la primera novela que poseía un final así, por lo que aportó su granito de arena a una lucha que hoy, en menor medida, sigue librándose.
Son solo unos pocos ejemplos de una larga lista de artistas que no tuvieron miedo de afrontar las cerradas barreras que actuaban sobre la sociedad en la que les tocó vivir y ayudar a que, hoy en día, exista libertad en la literatura y cada autor pueda exponer al mundo su propia identidad empleando las metáforas, los símiles y los temas que mejor ayuden a sus plumas.
Que nadie se escandalice entonces por unas cuantas líneas explícitas, por un par de polvos narrados con visceralidad, vulgaridad o un rico matiz de detalles, pues no es nada nuevo, y en ocasiones, tampoco tan fuerte o transgresor. El Marqués de Sade ya escribía erotismo tres siglos atrás, y parece que pocos lo recuerdan, y quienes crean que las novelas eróticas actuales son lo más explícito y “revolucionario” en este sentido que se ha publicado hasta la fecha, de ahí que se vean tan impactados, que prueben a hacerse con Opus Pistorum, del mencionado Henry Miller, publicado póstumamente en 1983 –y escrito mucho antes, por supuesto– y cuya vulgaridad y nivel de lo explicito es difícilmente superable.
Viviendo en un país que ha pasado por una terrible dictadura y, cómo no, la férrea censura correspondiente, los lectores nacionales deberían valorar todavía más la suerte, quizá injusticia, que permite que las estanterías de más vendidos de estos últimos años hayan podido estado pobladas –y lo sigan estando– de un tipo de novelas que parecen escritas en serie a pesar de pertenecer a distintos autores –la mayoría escritoras–, que vieron emerger un día cualquiera, del mar del éxito comercial, una brillante perla con la palabra sexo escrita en ella, y decidieron lanzarse de cabeza a sacar sus propias perlas clónicas –solo hay que ver las portadas que emplean, utilizando casi todas ellas los mismos patrones de diseño– para llenar las mentes de los lectores con historias mil veces contadas, con un estilo que parece predeterminado en lugar de algo auténtico de cada uno, su seña de identidad, y que no aportan nada positivo a quien se sumerge en sus páginas a parte de una mera y fútil distracción. No se critica el entretenimiento, pues una novela puede entretener más allá de las demás virtudes que posea, pero cuando dichas obras se escriben únicamente con el propósito de enriquecerse a propósito de una moda, se convierte en algo triste.
Triste por todo lo comentado, porque habrá decenas de géneros y subgéneros literarios, pero utilizar el sexo para vender, y más aun haciéndolo como algo novedoso, es otra manera de engañar a un lector que acepta lo primero que se le da, que se lanza a lo que le recomienda cualquiera que no tiene ni idea de lo que está leyendo, y que desconoce que puede hacerlo gracias a los que fueron los verdaderos artistas, las mujeres y los hombres que perdieron mucho por luchar contra la injusticia, y que aparte de escribir sobre sexo abiertamente –algo que con mayor o menor gracia puede hacer cualquiera– escribían auténtica literatura, frases que calaban hondo, que eran lecciones de vida y que mostraban sus identidades, enseñándonos más sobre qué representa la existencia para cada uno, y volviendo más nítidas esas ventanas que nos permiten asomarnos a los misterios de la razón humana.
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