Una historia de Historia (I)

Hace algunas noches soñé con Cézanne. Sentados a la mesa, el uno frente al otro, jugábamos a las cartas, divagando entre mano y mano en torno a la manifestación artística de aquel tiempo, como si ambos fuésemos contemporáneos. Llegados a cierto punto dejó de hablar, limitándose a la partida, y yo, ávido por seguir escuchando lo que salía de su boca, desperté en plena excitación. Reflexioné, ya en mi particular silencio del desayuno, acerca del momento en que nos encontramos hoy, artísticamente hablando, y de la relación, si acaso existía, de sus años con los míos.

 

El impresionismo como eclosión artística

Mi partida con Cézanne despertó algo más que mi sueño nocturno y, aunque no quiero, me da por pensar, desde ese día, en la Historia. Es historia, solo eso. Pero pensar de vez en cuando en lo que nos conduce hasta hoy no viene mal, y caigo en la cuenta de que hace ya -o tan solo- siglo y medio, el mundo, desde el continente europeo, centro neurálgico de las artes por aquel entonces, comenzó a sentir un seísmo con un temblor ascendente que duraría varias décadas. Hasta mediados del siglo XIX, el arte se había quedado sin carbón, lo cual era visible en una aminoración de la marcha que comenzó mucho tiempo atrás. Hasta aquel momento, la pintura, máximo exponente del arte plástico, se presentaba como un cruel asesinato, del cual los artistas, como expertos criminales, debían borrar toda huella que expusiese a la luz su delito. La pintura era el medio, que no la expresión, y por ello toda prueba palpable de que las imágenes hubieran sido ejecutadas por la acción del pincel tenían la premisa de ser eliminadas. La supremacía de la composición y del dibujo lo eran todo y ejecutados con acierto elevaban a su autor al máximo grado de perfección.

Pero poco a poco, incidiendo con suavidad y estilo en la brecha del arte pictórico, un inconcreto número de creadores comienza a cuestionarse, valientes ellos, la Historia que les precede. Son conocedores de su enorme influencia y su indiscutible inmersión en la sociedad, pero, ¿es eso todo lo que el arte puede ofrecer? Empiezan a preguntar y se atreven a actuar, primero en forma silenciosa, desenfrenada algo más tarde. Todo se cuestiona, surge el por qué como eje principal de toda creación y, lo que en principio no constituye una acción de peso, desemboca finalmente en unos años en que el arte clásico, como lo conocemos hoy, y las nuevas formas de lenguaje conviven bajo el mismo techo.

Hasta la fecha la temática constituía la más alta relevancia, pues se hablaba de pintura histórica, o mitológica, o religiosa, o, por el contrario, de temas de índole inferior, a destacar escenas cotidianas, retratos y paisajes. ¿Quién se atrevería a desgranar ese modo de proceder grabado a fuego desde, concretamente, el Renacimiento? ¿Quién se aventuraría a discutir la magnificencia de da Vinci, Rafael, Turner o David?

Manet - Le Déjeuner sur l'Herbe

El almuerzo sobre la hierba (Édouard Manet, 1863).

Manet - Olympia

Olympia (Édouard Manet, 1863).

La primera explosión de esa revolución artística corre a cargo de Manet. Al parecer, a este hombre no le interesaba seguir con la herencia pictórica y optó por buscar en la pintura algo más que lo “correcto”. En 1863 presenta en el Salon des refusés -de los rechazados, destaquemos eso- El almuerzo sobre la hierba, donde se ve a una mujer en su más pura naturalidad en compañía de dos hombres vestidos. ¿Qué es eso? No hay temática tras ese lienzo, no se presenta una escena cotidiana y no hay relación entre los personajes, pues cada uno parece mirar a un sitio. La gente no lo entiende y los críticos tampoco. Dos años más tarde, en 1865, se hace notar con Olympia. Los entendidos se preguntan qué le pasa a ese fulano. Ha pintado a una prostituta que les mira con picardía y hace que les hierva la sangre, se ha saltado la técnica clásica, es luz y oscuridad lo que se ve, sin medias tintas que desemboquen en volumen y profundidad, y, por si fuera poco, no constituye nuevamente un tema relevante para la época. En lo sucesivo, siguió enervando al personal con pinturas protagonizadas por personajes que no se relacionaban entre sí, ni parecían tener parentesco y que daban la sensación de estar en cualquier sitio excepto en la escena. La pequeña incisión de esa tela que es el arte comenzaba a hacerse más grande, a un tiempo en que la supremacía crítica, dado que no entendía, optaba por el rechazo y, en ocasiones, por la burla más estúpida.

Y apareció otro revolucionario. Degas, siendo consciente de lo tradicional y estando mucho tiempo inmerso en la pintura academicista, tuvo un interés creciente por lo urbano y lo cotidiano. Una estética personal, una grandeza pictórica a caballo entre lo anterior y lo nuevo, un atrevimiento continuo que no se plantea la vergüenza o la amenaza de la exclusión. Nuevamente, y al igual que sucediera con Manet, la pintura se acerca al medio de expresión más puro. Y no olvidemos a Renoir, a Pissarro, a Monet o a Sisley, todos ellos rechazados de las principales exposiciones de la ciudad de París y conscientes de una necesidad de renovación en el arte. Y de esa necesidad aflora el impresionismo. Que bueno, que está bien. No es el primer ismo, no hay novedad en su nomenclatura, pero al menos resquebraja años y años de historia y plantea el modo de expresión como carácter inherente de la pintura. Ya es algo diferente. Al menos a este movimiento, desde el respeto y con la espalda llena de latigazos, le pela el plátano la crítica destructiva de los más devotos clásicos.

degas - la clase de danza

La clase de danza (Edgar Degas, 1873-1876).

monet - estacion Saint-Lazare 1877

La estación Saint-Lazare (Claude Monet, 1877).

Una vez fuera del armario, al impresionismo se le llama por su nombre y atrapa a sus propios adictos. Ya deshecha la timidez por romper con lo anterior, lo nuevo florece y se hace más evidente que nunca. Desde el paisaje, distintivo impresionista por excelencia, se abandona el rasgo sentimental en favor de una mirada propia y personal y se elimina de la vida del artista aquello que edulcora su carácter. El trabajo en el taller ya no es idóneo para trabajar. El apunte es superfluo e innecesario y se sustituye por la reproducción directa, pues enamorados de la luz del Sol, en continuo movimiento y difícil de atrapar, la nueva generación vota por empaparse de lo que le ofrece el aire libre. La pintura se presenta desde el pigmento natural; la soltura de la pincelada salta a simple vista, ya no ha de ocultarse, y su nivel y textura se hacen más que visibles a través de una materialidad y un volumen impensables hasta entonces. Las cosas cambian. Es un inicio. Todo lo tiene.

Una noche más vuelvo a encontrarme con Cézanne. Hoy está especialmente callado. Quizá piensa en su próximo movimiento, que no soy capaz de adivinar, pues su imperturbable temple me impide ver en su mirada si posee una buena mano o carece de ella. O quizá aquella partida solo sea una excusa que sostenga una conversación, detenida por el momento, y esté ocupado en esa brecha, la del arte, prefiriendo mantener el silencio, absorto en sus pensamientos, sabiendo que su próximo movimiento, articulado por sus palabras, puede ser decisivo en el rumbo que tomará nuestro encuentro. Sea como fuere no está dispuesto a mover, y yo tomo parte en ese retiro, sumándome al silencio con mis propias ideas. Y espero. Si he esperado siglo y medio para hablar con él, puedo esperar un poco más.

Salvador Carbonell-Bustos
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1 comentario

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  1. […] que los ismos aparecerían con copiosa rutina para desbancar toda moda anterior. Pero, después de aquel sueño que tuve con Cézanne, hombre al que hay que dar de comer a parte, me pierdo una y otra vez entre sus imágenes, siendo […]

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