Arte, ¿cuánto vale?

Concretar el valor de una obra de arte es una embrollada tarea, por lo que decir delicado es cuanto me viene a la cabeza para definir tema tan arduo. Es sabido que, a lo largo de la historia que orgullosamente llamamos civilizada, han sido muchas las obras adquiridas por ingentes fortunas y muchos los artistas que, olvidando el compromiso que tuvieran con el arte tiempo atrás (si es que alguna vez existió en ellos tal cosa), han dormido plácidamente en los mullidos bolsillos de la élite social con el pan prometido sobre la mesa, pero más han sido las obras olvidadas en buhardillas y desvanes, convertidas en nidos de ratas y arañas, y los artistas que, aunque batalladores, han acabado muertos de hambre, artística y físicamente hablando.

¿Dónde reside, por tanto, la cualidad que convierte al producto de uno, o unos cuantos, en un éxito de masas? ¿Qué enciende la chispa que dinamita la perdurabilidad de la obra de arte? Ruego a quien lo sepa que me lo comunique; yo me declaro un completo ignorante. Lo que sí debe quedar claro es que el valor conlleva numerosos significados y es igualmente aplicable a campos de muy diversa índole.

Según los que entienden, que son muchos y cada vez más, la buena obra es aquella que deja ver notables aspectos estéticos, ideológicos, documentales o que incitan a la reflexión, entre tantos otros. Según ese corte, y disculpen los profesionales mi falta de respeto, han dejado por el camino talento a raudales. Siempre habrá, por encima de todo, un aspecto que flotará como el aceite; esto es, el económico. La obra de arte no es buena hasta que el dinero abre la boca, momento en que al pastor le sale su rebaño. En el recipiente en el que se cuece la obra, los valores se mezclan hasta formar una pasta cuyos ingredientes son incatalogables, pues está extendida la idea de que valor artístico y valor económico son lo mismo, o que uno conduce al otro, o que el otro se sirve del uno, y ni de lejos se parecen. Desde la mayoría de sus puntos de vista, el arte es un crudo negocio. Todo un circo. Al mundo de los negocios le falta ya muy poco sobre lo que mear, hecho por el cual lo que nos queda es una completa pérdida del auténtico valor artístico, convertido ahora en una comedia al alcance de muy pocos.

El Laurel y el Hardy de este divertido género se presentan como Sotheby’s y Christie’s, líderes en subastas que llevan años y años repartiendo amor entre los miembros de la jet set de todo el mundo. Para entrar en tan selecto entorno basta con estar en posesión de una inflada cartera; el resto puede quedarse en casa. No voy a decir que todos los que allí se reúnen carezcan de verdadera pasión por el arte, pues generalizar es un extendido recurso que conduce a la ignorancia y en todo lugar es aún posible toparse con la decencia, pero dudo mucho que sea sencillo encontrar allí a alguien que lleve toda su vida ahorrando para adquirir algo que decore la pared desnuda de su salón. Lo que reina por defecto es el capricho y el exceso acompañados de sujetos que alardean de poder permitirse un Miró, un Rothko o un Picasso que les ha costado tan solo un puñado de millones. Por lo general no saben lo que compran, ni lo entienden ni lo aprecian, pero con que la firma de un conocido autor esté visible en una esquina de la obra, la puja y la diversión están más que justificadas.

 

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Concetto spaziale ‘Attesa‘, 1960. Lucio Fontana

 

Esto me recuerda a una divertida situación de hace algún tiempo en las instalaciones de la Tate Modern de Londres. Dos individuos con el semblante de no haberse manchado nunca las uñas de pintura debatían acerca de las innatas cualidades de una obra de Lucio Fontana. El lienzo, Concetto spaziale ‘Atessa’ si no recuerdo mal (y de hacerlo igual da), hacía girar su verborrea en torno a la simplicidad, la apertura de nuevos espacios y la disolución de la unidad del lienzo. Quizá sea casualidad, pensé, pero yo tengo en casa un libro que dice exactamente lo mismo. Siguieron debatiendo a lo largo de las salas, acompañados de un tema de naturaleza candente, por lo que decidí seguirlos en búsqueda de un rato de gratuita diversión, respetando una prudente distancia entre los límites del morbo y el acoso museístico. Me hicieron partícipe de un momento delicioso, y es que tanta supuesta superioridad intelectual es difícil de encontrar aunque lo intentes. Tenían buenas palabras, todas ellas dignas de diccionario, para cada reconocido artista que encontraban en su paseo, no sin antes echar un vistazo rápido, disimulado y entrenado a los rótulos que acompañaban a las obras, no fuera a ser que malgastasen elogios en un completo desconocido.

He aquí el auténtico quid de la cuestión, donde la opinión se ve infectada por los valores que nos infunden los verdaderos manipuladores de la obra de arte. Si mañana se descubriese que aquel lienzo no era de Fontana, que, por el contrario, un fulano estiró una tela y la rasgó por la mitad, metiéndosela doblada a todo erudito de las artes, la obra caería en picado, perdería su valor. ¿Artístico? No. Ese es el que se ve, el que se ha visto siempre. ¿Económico? Sí, ese sí. En lo que se tarda en pestañear, la obra, objeto de las más altas adulaciones, descendería a la inmundicia y se sumergiría en el fango.

No se puede negar. El producto físico de un artista no es su máxima grandeza, sino toda la historia que está tras de sí. Pero cuando es sabido que muchos de ellos, dedicando su vida al arte, llevaron una vida deleznable y que ahora existen viscerales disputas por sus creaciones, uno ha de intentar calmarse. No se puede hacer más. Siempre habrá quien tras un tajo vea una puerta abierta a la forma más pura de expresión artística o la más pura forma de extraer hasta la última gota de provecho. Si puedo, cuando sea mayor, me compraré un Fontana y me lo colgaré en el cuarto de baño para que me recuerde que mi hez está por encima de la del resto de los mortales.

 

Salvador Carbonell-Bustos
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