El arte tras la adicción del beso

Qué tendrá el beso, tan extraordinario unas veces y fútil tantas otras, que siempre tiene algo que decir. En frío no constituye más que un insustancial contacto, ridícula incluso la palabra si se pronuncia con irresponsable frecuencia, demasiado importante para lo que en realidad es, puro timo si se prefiere, que no tiene mayor objeto que el del embotamiento de los sentidos y la falta de rigor mental. Pero algo tendrá para que haya sido alzado como forma de expresión universal, entendida a lo alto y a lo ancho, aquí y allí. Y es que el beso es más; es placer y también historia, pues alejándonos del cliché de ese beso que enciende, desata y mueve las piernas hasta la cama, el sentimiento expresado a través de lo labial ha sido objeto y preocupación del arte y es arte en sí mismo. Porque dibuja la línea sobre el rostro del otro, o del otro sobre uno mismo, reflejando la brillante veladura de la segregación bucal sobre la faz del que es objeto de tan flamante lascivia. Y de eso se ha escrito mucho, pero no lo suficiente.

 

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En la cama, el beso, Henri de Toulouse-Lautrec

 

Llegamos a comprender que el beso es adictivo y adicto es aquel que ha alcanzado su más carnal fondo y significado, y muchos son los artistas que nos dejan evidencia de esa insaciabilidad por hacer y por dejarse hacer, de esas ganas que despiertan y nunca duermen, plasmando besos eternos que, frente a una mayoría de miradas fugaces, atrapan el interés de unos pocos. Pero es de ese pequeño bocado del que vive precisamente la obra de arte, del impacto en los sentidos y de la persistencia en la memoria. Del dinero también, pero a los que vivimos con la mirada y no con la fatriquera tal cosa nos la trae un poco al pairo. Que besos hay muchos, no hay quien rebata tan sólida teoría, pero la instantánea del beso, aunque decisiva, no nos deja ver más que una parte del mismo, sin saber en qué momento de tan sano movimiento nos encontramos. En este punto, y a modo de ejemplo, el beso de aquellos dos jóvenes que Toulouse-Lautrec materializó con óleo bien pudiera ser el detonante de una inminente fogosidad, el punto final a un coito elaborado de la forma más sucia y primitiva o un buenas noches con todas las de la ley. Especulaciones varias.

 

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Sophia Loren y Cary Grant

 

Archiconocido el ósculo ahora blindado en el corazón de Viena pero libre tiempo atrás en las manos de Klimt, o aquel censurado por el velo de Magritte, o el beso a morro armado de cierto marinero a cierta enfermera en pleno Times Square, o la desfachatez de Brando, la picardía de Loren y la ternura de Grant. Besos, como digo, con fundamento, con motivo o con lo que sea.

En lo contemporáneo es capaz de erizarme el cogote la siempre suave visión de Ron Hicks, que despierta a uno esa pasión desatada por lanzarse al mordisco, dejando claro que no por repetición ha de caer uno en la banalidad de tan viejo acto. Evito por fuerza aquello de que el primer beso es mágico, el segundo íntimo y el tercero rutinario que algún día optaron por escribir los dedos de Raymond Chandler, aunque no es de extrañar, inmerso en sus novelas, que el beso fuera para él otra de esas oscuras facetas que esconde la existencia humana.

 

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The Italian Plaza, Ron Hicks

 

El beso no tiene fin, y el arte, que tampoco lo tiene, se encarga de dejarlo patente sobre el barro, sobre la tela, en el negativo y en el celuloide. Se puede censurar, se ha hecho y, tal y como van las cosas, puede que se vuelva a hacer, pero el mundo está lleno de rebeldes dispuestos a saltarse las normas con tal de llevar a cabo el más sencillo de los actos.

Incapaz de aprender si no es mediante la más absoluta práctica, no hay dos besos iguales excepto —y esto es de edición limitada— entre los que son sus protagonistas, y ya sea con el más dulce, robado o furtivo, con el que se formula en secreto o con el que se canta a los cuatro vientos, con el que roza con suavidad o con el que inca el colmillo, esa simbiosis es la única capaz de dejar un instante grabado para el resto de la historia. Por ello, y puestos a hacer apología de labios y lenguas y de sus múltiples funciones, si se hace, que se haga. Que sea importante. Que no caiga en la superficialidad como con tantas otras cosas ha sucedido ya. Que si ya no sabemos ni besar, solo nos queda esperar pacientes a que la extinción nos haga un favor.

 

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El beso (1859) de Francesco Hayez, uno de los máximos exponentes del Romanticismo

 

A modo de síntesis de semejante momento de debilidad —corporal o artística, lo mismo importa—, me quedo con el instante en que la imponente centenaria Ingrid Bergman dijo aquello de que el beso es un dulce movimiento que la naturaleza ha inventado para cerrar las conversaciones cuando las palabras se vuelven inútiles. Teniendo en cuenta que con frecuencia lo son, besar se vuelve, con pasmosa asiduidad, en la opción más eficaz.

Ya sea por adicción o por el romanticismo que como la carcoma me roe por dentro, no puedo evitar sentirme con ansia de lanzarme al lametazo. Creo que hoy te daré un beso, aunque no por callarte, que tus palabras me gustan, sino por sentir esa primera vez sin saber ni importarme cuál será la última, sin conocer dónde acabaremos, e ignorando si lo que me impulsa a hacerlo es el placer del contacto, el resultado de lo que nos ata el uno al otro o la búsqueda de la primera pincelada en tu lienzo en blanco.

Salvador Carbonell-Bustos
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