Tras los pasos de Antoine Doinel

Lo primero que tenéis que saber antes de empezar a leerme es que veo a 24 fotogramas por segundo: la velocidad necesaria para poder ver en movimiento una película de 35 mm (obviaremos el pequeño detalle de que la mayor parte de las películas que vemos ahora en el cine se proyectan en formato digital). El segundo dato fundamental para entenderme es que vivo en París, y por muy acostumbrada que esté ya a sus calles, todavía veo cine por todas partes, y no puedo evitar seguir la sombra de Antoine Doinel, uno de los personajes cinematográficos más emblemáticos de la historia del cine.

En París tuvo lugar, en 1895, la primera proyección pública de cine de la historia en el llamado Salón Indien del Grand Café que se encontraba en el mismo en el que hoy en día sólo queda una placa conmemorativa en la fachada de una tienda GAP en el Boulevard des Capucines. Sí, yo fui en peregrinación a ver aquella placa nada más llegar a París, para ofrecerme como más ferviente servidora a los fantasmas del cine y para que me desearan suerte en mi aventura parisina.

Ahí es cuando me vi frente al espejo de mi habitación de la residencia de estudiantes en la que vivía entonces, repitiendo mi nombre seguido de un “está en París” de forma continua y con diferente tono. En ese preciso instante caí en la cuenta de que gran parte de las cosas que hacía, las hacía porque las había visto en una película. Y era, precisamente, a Antoine Doinel a quien estaba imitando de forma inconsciente en mis primeros pasos en París. Primero huyendo de un reformatorio para ver el mar (vale, no fue así, más bien “huí” de un país que no podía ofrecerme un futuro que, visto así, tampoco dista tanto de la huída de Antoine); después repitiendo mi nombre de forma incesante frente al espejo para creérmelo; y después, simplemente, aprendiendo a vivir en una ciudad tan complicada y apasionante como esta.

 

Fotogramas 'Antoine y Colette'

‘Antoine y Colette’, 1962

Fotograma de 'Besos Robados'

‘Besos robados’, 1968

 

Y es que, para cualquier buen cinéfilo que se precie, es inevitable pisar París y que Antoine Doinel no le venga a la cabeza. Antoine Doinel es París y viceversa, y por lo tanto, París es François Truffaut y su cine, y sí, también al contrario. Por eso no es de extrañar que, cuando se cumplen 30 años de su desaparición, el que fuera uno de los lugares que Truffaut más amó, defendió y transitó, la Cinémathèque Française, le dedique una fantástica retrospectiva junto a una exposición que recorre su carrera, truncada demasiado pronto por culpa de un tumor cerebral.

Ya, ya sé que François Truffaut es mucho más que el personaje de Antoine Doinel, pero fue con este personaje con el que se convirtió en abanderado de pro de la Nouvelle Vague, y con el que este movimiento empezó a cobrar sentido. Y todo fue gracias a su primera película, ‘Los 400 golpes’, estrenada en el Festival de Cine de Cannes de 1959, donde empezaría algo que ni siquiera él sabía que había empezado y que, a la vez, cambiaría las formas y las pautas del cine de autor: la creación y evolución de un personaje que iría desarrollando, a lo largo de 20 años, 4 largometrajes y un cortometraje.

Con Antoine Doinel, y sabemos que movido por el carisma del descarado, el encantador de mirada desafiante de Jean-Pierre Léaud, el actor que le dio vida, François Truffaut se atrevió a contarnos su propia historia, la de su infancia díficil de padre desconocido y madre ausente con ansias de libertad pero que terminó en un correccional de menores, como nos cuenta en ‘Los 400 golpes’ (1959) y donde nos regala una de las secuencias finales más bellas de la historia del cine. Su salida del correccional y sus primeros pasos en la vida laboral gracias a un benefactor (que aunque en la ficción no se nos da más detalle, en la vida real fue el gran André Bazin), su primer amor y desamor como nos contó en ‘Antoine y Colette’ (1962); su entrada definitiva en la vida adulta y la conquista del amor de su vida, con obvias referencias a las revueltas de la época en ‘Besos robados’ (1968); así como las ventajas y desventajas de la vida conyugal y de la paternidad y de la infidelidad en ‘Domicilio conyugal’ (1970) y ‘Amor en fuga’ (1979).

 

Fotograma de 'Domicilio Conyugal'

‘Domicilio Conyugal’, 1970

Fotograma de 'El amor en fuga'

‘Amor en fuga’, 1979

 

Con Antoine Doinel, François Truffaut escribió un capítulo propio en el libro de la Historia del Cine, ese arte que tanto amaba y que le ayudó mientras crecía, pero sobre todo, nos habló de sí mismo, de sus intereses y sus preocupaciones, de su sentido del humor y su forma de entender el amor, la paternidad, de lo que sentía al ser infiel. De lo que le parecía absurdo, serio y divertido. De lo que era para él cine y lo que significaban las películas y de la ciudad de París, que lo vio crecer, a través de los años y los cambios. Nos habló de una época, de una cultura local y universal y, en definitiva, nos habló de la vida. Y lo que es más importante, nos enseñó a untar mantequilla en un biscote sin que se nos rompiera.

Lucía Ros Serra

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