El arte povera y su mensaje antitecnológico y artesanal
En los años sesenta, el mundo del arte italiano fue atravesado por un extraordinario fermento de investigación. Desde el periodo del futurismo, los artistas italianos no producían un cambio de proporciones similares, pasando de una actividad limitada sólo a las exposiciones locales a colaboraciones internacionales.
En este periodo, unos artistas investigan la relación de la obra con los materiales hasta a la idea de un arte pobre, un arte de detritus, feo incluso, que se opone a la monumentalidad y belleza fría y clasicista del minimalismo. El grupo que más impacto tiene en este tipo de experimentos es el que forman los italianos en torno al crítico Germano Celant. La idea del grupo, en sus inicios marcado por una aproximación política muy acorde con la Italia del momento, es promover un arte radical, libre de cualquier convención, y Celant lo bautiza como povera.
La elección del término se refiere al léxico del director Jerzy Grotowski, que había propuesto, desde el comienzo de los años sesenta, la constitución de un “teatro pobre” con grandes espectáculos basados en la ficción escénica técnica y la implicación del espectador. Celant delinea la teoría y la fisonomía del movimiento por medio de exposiciones y escritos como Conceptual Art, Arte Povera, Land Art en 1970, y afirma, simplificando, que el arte povera se manifiesta esencialmente en “reducir a la mínima expresión, en empobrecer los signos para reducirlos a sus arquetipos”. Sobre todo, y en una interpretación tal vez distorsionada del minimalismo –por confundir lo “frío” con la técnica–, el grupo se centra en un tipo de arte esencialmente antitecnológico y muy artesanal. Es más, si una de sus máximas fuentes de inspiración es Lucio Fontana, hasta cierto punto huyendo de algunos entornos de la cultura de consumo asociados al pop y al minimalismo, otro de sus referentes es Pier Paolo Pasolini. Pasolini solía decir que las referencias del grupo eran la mitología griega, el mundo en vías de desarrollo y el proletariado del sur de Italia. En pocas palabras, lo que está al borde o fuera de la sociedad moderna y tecnificada.
Estas ideas actuaron como una especie de manifiesto en el que muchos artistas asociaron su nombre. El núcleo de estos artistas vino de Turín, una ciudad que estaba pasando por un momento de renacimiento cultural. Giovanni Anselmo, Alighiero Boetti, Piero Gilardi, Mario y Marisa Merz, Giulio Paolini, Michelangelo Pistoletto, Gilberto Zorio y, más tarde, Giuseppe Penone (que Celant reclutó inmediatamente cuando vio unas fotos de su trabajo con los árboles en la galería Sperone en Roma), conformaron el grupo.
El otro centro fue Roma, centro de una vibrante escena artística que incluyó a Jannis Kounellis y Pino Pascali, y donde Celant insertó a Emilio Prini, que venía de su ciudad natal, Génova. También a Luciano Fabro, residente en Milán, y a Pier Paolo Calzolari, de Bolonia.
Los artistas buscaban ciertos espacios asociados al activismo y con una implicación en la corporeidad que coloca al espectador en un lugar paradójico. Un buen ejemplo es la conocida Venus de los trapos (1967), de Michelangelo Pistoletto, donde una escultura clásica que sostiene un manto colisiona con los trapos viejos que forman una especie de iglú.
En 1967, año de la primera exposición organizada por Celant, Jannis Kounellis expone un loro al lado de un “cuadro” —una lámina de metal, concretamente— queriendo demostrar que cualquier cosa viva es más potente que la obra de arte. Pero, como sucede a veces, el arte povera arrastra las contradicciones implícitas en su propio discurso. ¿Es posible oponerse a las instituciones desde las instituciones? Los loros, los trapos y los residuos serán arte porque se mostrarán en las galerías o en los museos. Es el reto que plantearán los artistas de los 80 del siglo XX, y el cual, de algún modo, se detectará muy tímidamente en los artistas italianos, cuyo primer error es cierto romanticismo que no ataca a las estructuras desde el ángulo adecuado.
Para acabar con el arte hay que atacar a las instituciones donde se genera, muy poderosas en aquel momento. De hecho, parece complejo llevar a cabo lo que hoy se conoce como “crítica institucional”, es decir, entrar en el museo sin que dicho gesto afecte al propio discurso político propuesto.
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