La mala educación
Esta semana me paseé por mi antigua facultad. Me doy cuenta de que ya no conozco a nadie, o a casi nadie. Los compañeros con lo que conviví años y años bajo el mismo techo ya no están, volaron hace mucho al igual que yo. Ni siquiera los veo reflejados en la nueva generación de jóvenes que aspira a convertirse en algo. O mi mirada ha cambiado o veo a los estudiantes de hoy más apagados y desilusionados que sus predecesores.
Al paseo se le suma el sentimiento de nostalgia, no lo puedo evitar. Recuerdo paredes, esquinas y bancos. Puertas que traspasé en innumerables ocasiones; algunas que, incluso, se me cerraron en la cara. Recuerdo el aprendizaje, recuerdo el método y no olvido el amor con que hacía todo aquello. Deambulo por las aulas que yo mismo ocupé no hace demasiado tiempo. Para mi sorpresa, muy pocas están llenas, y me resulta extraño, pues en mis años de estudiante ocupábamos constantemente cualquier espacio. Las aulas permanecían abiertas antes y después de las horas dedicadas a las asignaturas, pues sabíamos que ese tiempo no era suficiente ni para desarrollar nuestras ideas ni para exprimir la técnica. Había bullicio en los pasillos, se oía gente en todas partes. Cualquier escalón era un sillón para descansar las posaderas, y el cigarrillo, aun a pesar de una vigente prohibición que nos resbalaba por la espalda, servía de excusa para iniciar una conversación, fuera cual fuera y fuere con quien fuere.
Si el edificio era el cuerpo, el bar era la mente. Durante años, aquel inhóspito, lúgubre y ruidoso lugar fue nuestro centro de reunión, nuestro lugar de debate, nuestro Café de Flore. Pienso en aquellas conversaciones y en cómo exponíamos ante los demás al artista que nos quitaba el sueño o al libro que nos desvelaba, defendiéndolos a muerte como si los conociéramos de toda la vida. Hablábamos de cualquier cosa; aprendíamos a opinar, a criticar y a analizar. No todo se aprendía en el aula. Y lo sabíamos. Había una llama, y avivándola permanecíamos ocupados desde el desayuno hasta la cena, absortos entre lienzos, carboncillos y otros menesteres. Aquello era vida. Era la nuestra.
Historia pasada. Todo aquello, en comparación con lo que fue, es ahora algo decrépito. Un desierto gris y muerto. Me siento en el bar, pasando desapercibido, y escucho. La nueva generación ya no habla de las mismas cosas, pues parecen no tener ni el tiempo, ni las ganas, ni la inquietud desbordantes en el pasado. ¿Qué ha sido de la verdadera universidad, antaño un lugar para la contemplación y el aprendizaje pausado? Ha quedado, por lo que veo, extinta. Ahora no parece haber tiempo para las medias tintas. No hay tiempo, sencillamente no lo hay. El estudiante entra a formar parte de ese negocio -querer llamarlo de otro modo evoca al más puro autoengaño- y posee un tiempo limitado para alcanzar un claro objetivo: convertirse en un producto apto para la exigencia empresarial, preparado para cumplir órdenes, no para otra cosa.
La educación pública, de la que llegué a sentirme medianamente orgulloso, sangra por todos lados. Leer los boletines oficiales se ha convertido en la nueva comedia. Ahora, nos dicen, con los nuevos planes se busca la obtención por parte del estudiante de una formación general, en una o varias disciplinas, orientada a la preparación para el ejercicio de actividades de carácter profesional. Tal y como nos lo plantean, los que vivimos la época de las diplomaturas y las licenciaturas estuvimos en una fiesta continua, con sus orgías y todo. Había mucho cachondeo, los estudiantes alargaban sus años de estudio y pagaban muy poco por ello. Pero no pasa nada. Para que eso no se repita, y para que te des brío, se implantan ahora los nuevos planes de financiación -llamados coloquialmente préstamos- porque con ello los estudiantes se hacen más conscientes del coste de su educación. Vaya, qué putada. Durante años pensé que el dinero para pagar mis matrículas llovía del cielo. Cuán equivocado estuve.
La realidad es otra, pero nuestros queridos altos cargos, que no viven la nuestra, son incapaces de ver que toda esa suciedad que han empujado debajo de la alfombra se traduce en menos titulaciones, reducción de asignaturas y de las horas dedicadas a las que quedan, tasas millonarias, alumnos que no pueden pagar unos estudios al alcance de muy pocos y pena de muerte para los que se duermen en los laureles. En mi facultad, la de Bellas Artes, considerada en su tiempo una de las buenas, se están cerrando talleres y se está reduciendo el personal. No hay dinero, por lo que ni educación, ni cultura, ni futuro, ni gilipolleces.
Pero qué le vamos a hacer. El ya casi erradicado sistema educativo ha sido una completa pérdida de tiempo y una más que cuantiosa suma de dinero desperdiciado para aquellos bolsillos que están mucho más llenos que los nuestros. A las órdenes de un gobierno -no se merecen las mayúsculas- que no sabe lo que es la cultura y que, por tanto, no la podrá defender jamás, nos resta abrir nuestras piernas a la exigencia europea diciendo sí a todo, poniendo nuestra mejor cara a pesar del dolor y de las lágrimas. Y, aunque escocidos, siempre con una sonrisa.
La esencia de hace un tiempo y la adquisición de valores por medio de un aprendizaje como toca están ahora destinados a ocupar un corto episodio en los libros de Historia. Mal fario para la generación presente y peor para la futura. Siento lástima por ellos porque han perdido algo muy valioso negándoseles la oportunidad de aprovechar unos años en los que podrían haber adquirido notorias competencias, pues la auténtica realidad no es la que nos ofrecen, y ahora cada uno de ellos saldrá titulado, sí, pero con su código de barras marcado en el brazo en espera de ocupar el lugar que se le asigne en esta putrefracta cadena de montaje de la que nos han invitado a formar parte. Nos niegan el acceso a la cultura y a la esencia del conocimiento, pues saben que sin ellos no existe revolución, solo sumisión y obediencia. Se está apagando la llama. Si alguien dijo alguna vez que ésta es una sociedad de incultos y analfabetos, que se prepare. Lo peor está por llegar.
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Gracias por tu palabras, Cristina. Si faltaba algo más por decir, ya lo has dicho tú. Ese entorno que viví tan de cerca no es más que una excusa para hablar de una esencia rota por un sistema que no podemos tocar ni cambiar, siendo los que lo sufrimos y, por consiguiente, los que deberíamos controlar una serie de acciones decisivas para un futuro que no nos pertenece, pero que debería hacerlo. Se nos arrebatan los valores, se nos arrebata la cultura y se nos arrebata todo un mundo que parece no querer volver. Lástima.
No podrías haberlo descrito mejor!!!!….yo he vivido el cambio en esa facultad. Desde la etapa de los 90 hasta la de 2005 que acabé la carrera…y efectivamente está decrépita y putrefacta. No tiene la esencia que tenía, es aseptica como un hospital, fría, carente del alma colectiva que le daba vida propia en los 90. No hay ni un solo espacio acogedor para el libre pensamiento ni para la libre factura….todo ha de ser bajo una disciplina absurda y arcaica….Recuerdo que cuando venian a verme amigos de carreras técnicas alucinaban….decian que parecía que entraban un un mundo diferente del suyo, y así era….era otro mundo….el mundo del Arte….ahora es solo un micromundo del sistema…