Vox populi, ¿ars populi?
El arte está más vivo que nunca. Tiene voz propia, más allá de la de su creador, pero sobre todo, y gracias a esta, existe por sí mismo y no únicamente como fuente económica o escaparate de poder.
Aunque hace ya unos cincuenta años que la disciplina del arte se extendió y acogió prácticas como el happening y la performance, se sigue teniendo la noción de arte que hace referencia a ese cuadro o escultura que vemos en un museo.
Más recientemente, activistas como Daniela Ortiz han conseguido replantear cuestiones en torno al arte y la sociedad, integrando ambos bajo un mismo umbral. De esa forma, artistas como Daniela tratan de despolitizar el arte adaptándolo a la vida –y no al revés–, como muchos nos hicieron creer. Así, problemas como la inmigración o la marginación social se ven claramente reflejados no sólo en obras, sino también en acciones e intervenciones. Arte y vida se han ido fusionando hasta crear un solo ente. Rico en matices, lleno de subjetividad.
Sin embargo, fue precisamente por esa apertura que el arte empezó a despolitizarse y a seguir otros fines menos mercantiles, más humanos. Con ello, esos mismos cuadros y esculturas —así como cualquier intervención artística que pueda uno encontrar en la calle— tienen su propio discurso. Ya no necesitan tener detrás a la figura del marchante o al director de una galería. (Sobre)viven por ellos mismos. De hecho, su discurso es más fuerte que nunca justamente por esa independencia, por ese libre hacer. Aunque aquí habría que hacer el inciso de que siguen existiendo los grandes dragones de la comunidad del arte—para muchos la misma feria Arco, por poner un ejemplo– que atentan contra este en términos de libertad de expresión. Aunque esto ocurre en un contexto donde el arte puede ser considerado algo que se acerca poco o menos que a la lujuria.
Pero ¿qué ocurre cuando un monumento está expuesto en el espacio público? Hay quienes defienden su integridad y quienes, por el contrario, creen que están en el derecho de intervenir sobre ellos –destruyéndolos, modificándolos o cambiándolos de lugar–, y se produce así un cambio sobre este, pero con la tercera acción se está además descontextualizando el mismo. Al cambiarlo de lugar, la obra ya no se entiende de igual forma. No obstante, esa misma obra estuvo en su origen en otro lugar respecto a donde se encuentra ahora; entonces, ¿acaso no se había producido ya su descontextualización?
Por poner un ejemplo, y concretando así, ¿qué pasa con ese Cristóbal Colón que alza el brazo al final de las Ramblas? Si no recuerdo mal, la colonización acabó hace muchos años, y según varios no resultó ser tan ventajosa como se nos hizo creer. Por culpa del colonialismo se fue destruyendo la sociedad indígena, sin ir más lejos. Entonces, ¿por qué sigue estando la figura de ese señor en pose dominante queriendo acaparar todas las miradas? Ahí es cuando se cuestiona si realmente el homenajeado merece ocupar el lugar que ocupa, si su toma de posesión en el pasado debe seguir perpetuándose o no en nuestro imaginario. Porque no nos engañemos, este no sólo se construye de lo que vimos o nos hicieron saber del pasado, también de nuestras ideas en el presente. No es tan fácil cambiar la mentalidad en ese aspecto, rompiendo los lazos de la historia, componiendo otra distinta, la nuestra, la que nosotros nos creemos de verdad. Y no la que nos hacen creer.
Sin embargo, cada vez son más los que quieren desarraigarse de ciertos hechos: por recelo, desconfianza o desacuerdo. ¿Por qué entonces apenas se respeta ese derecho? ¿Por qué hay que seguir venerando a quienes no nos dan credibilidad?
Esto depende en gran parte de los valores que rigen una sociedad. Y teniendo en consideración que estos cambian cada cierto tiempo, resulta lógico pensar que la forma de actuar de la gente va acorde con ellos. ¿Pero quién y de qué forma se puede intervenir sobre una obra? ¿Qué es moral y qué no en esta cuestión?
Duchamp decía que “contra toda opinión, no son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros”. Y parece que esa idea cada vez subyace de forma más evidente en nuestra realidad. El ojo es el sujeto dominante. El ojo nos dice qué queremos ver pero sobre todo cómo lo queremos ver. Esto sí, esto no. Hasta que llega alguien y nos dice que una exposición es la leche y debemos ir a verla. Sí o sí. Pero te decepciona, y entiendes que no puedes obligarte a seguir el gusto de los demás. Como en todo, vaya. Pero aquí esto es aún más evidente.
Jugar en los límites del arte en tanto que establecer nuevos lenguajes que permitan miradas distintas sobre este es algo relativamente nuevo. Hace décadas nadie hubiera pensado que el arte hubiera permitido todo lo que hoy en día permite. Pero si ello es en parte gracias a la apertura de nuestros valores, ¿por qué nos siguen extrañando ciertas intervenciones?
Quizás porque aún no hayamos sido capaces de discernir entre aquello que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser.
- Vox populi, ¿ars populi? - 4 abril, 2016
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