Amor a quemarropa

Superado el día más meloso y absurdo del año, apoyado en su condición romántica por uno de los estrenos cinematográficos con más entrepiernas húmedas de la última década, que, de repente, ha juntado rebaños de ovejas que optan por darse al vicio del azote y la sumisión, nos queda el recuerdo y, para más de uno, la excusa perfecta para esquivar el romanticismo hasta el año próximo. El ridículo y el sinsentido de la condición humana nos lleva a ser partidarios de una serie de expectativas impuestas por otros y a la necesidad de sentirnos infames en el caso de no cumplirlas. Ojo, que es porque estamos enamorados. Damos pena.

Entre los grandes maestros con los que me topé en mis innumerables viajes entre capítulos de libros y hojas de catálogos, encuentro algo que llama mi atención -aunque quizá sea yo mismo quien lo busca como excusa para sacar a relucir tema tan escabrosamente morboso- en una de las facetas de aquel individuo apellidado Picasso. Una poco conocida; un pequeño fragmento, más del hombre que del artista, que muy pocos pudieron conocer y de la que con total seguridad no nos hacemos hoy ni una mínima idea.

El Picasso enamorado, hecho casi inverosímil si se conoce algo de su vida entre sábanas, conforma ese capítulo. Ante la embriaguez emocional, su cara más visible, la del personaje duro, frío e impenetrable, se fue a pique por unas caderas especialmente sugerentes y por un rostro particularmente adictivo. No fue el primero y tampoco será el último, ya le pasó a Dalí con su Gala, o a Chaplin con su Oona. Y es que ya dije en alguna ocasión que el artista posee ese carácter pasional y visceral que le hace vivir todo con una enfermiza intensidad que no atiende ni a razones ni a tópicos, y es por ello que disfruta de una característica particularidad que lo hace único.

 

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Picasso, a quien dedico hoy mis teclas, fue a lo largo de su vida uno de esos perfectos cabrones -en su sentido más original y auténtico- que nos ha regalado la Historia del Arte. Tras haber traído de cabeza a más de una mujer, género que con frecuencia fue mero objeto de uso, perdió los estribos por una joven, y llegado el amor en una edad más que adulta recuperó el artista un comportamiento infantil, rayando en el más absoluto patetismo. Jacqueline Roque, medio siglo más joven que él, apareció en calidad de mujer definitiva, entregándose por completo al artista para convertirse en su más profunda amante, compañera y musa.

Seguro que la joven Jacqueline era conocedora de los corazones partidos y desmenuzados por la atracción del movimiento pélvico del maestro, pero lejos del miedo a convertirse en el nuevo e inminente artículo desechado por el pintor, lo amó de una forma desmesurada. Tras la muerte de su anciano compañero, al cual ella sobrevivió como debía ser natural, puso fin a su vida algo más de una década después, metiéndose un balazo en el cráneo para ver si el ruido conseguía despachar a esa soledad que no quería despegarse de ella. Amor del bueno; y si no, que alguien me lo explique.

 

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Jacqueline fue para Picasso el delirio. No hubo más donde buscar. Jacqueline fue la única excusa y la máxima inspiración para iniciar un lienzo, por lo que no es de extrañar que se conserve un extenso número de retratos muy superior a los de cualquier otra; y si además había revolcón al acabar la sesión, mejor que mejor. Si ambos echaran un ojo a tiempos más modernos, en los que parece que necesitamos ver una película para encender la libido, tendrían algo para sentirse contentos de haber acabado sus días en la aparente decencia del siglo XX.

Imagino al Picasso de hoy, riéndose de los que por un día ocupan los restaurantes como si les fuese la vida en ello y de los ramos de rosas que abarrotan las calles, optando por pedir un kebab para cenar, acompañándolo de una botella de vino, escribiendo una carta a su Jacqueline y partiéndose el esternón con cualquier tontería, poniéndose tierno y a la vez imbécil, en la más absoluta intimidad. Luego quizá sacaría unos dados eróticos para caldear el ambiente, o lo haría ella, y tras beneficiársela hasta las tantas, mientras ella durmiese, se quedaría observándola, absorto en su rostro, en su piel y en sus curvas, pensando en su pintura y en inmortalizar a su musa en ese íntimo momento de cama. Enamorado hasta las trancas.

Salvador Carbonell-Bustos
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