David Foster Wallace y su broma infinita
Este es un caso singular, pues autor y obra conforman un conjunto que hace que el simple hecho de hablar de ellos se torne complicado. David Foster Wallace será para muchos un autor completamente desconocido, y otros dirán que alguna vez han escuchado hablar de él o que les parece haber leído su nombre en alguna parte. Quizá hoy en día este aspecto esté más exagerado, pues va pasando el tiempo y tal vez la estela que dejó no siga expandiéndose. Y es curioso, cuando hablamos de un escritor que para muchos –crítica y lectores– fue el máximo representante de su generación, heredero de autores de la talla de Thomas Pynchon y Don DeLillo.
Como él mismo decía, según se conoce, Foster Wallace tenía en alta estima el hecho de considerarse una persona normal. Y analizando su modo de vida, su manera de encajar el hecho de que, en su momento, fue el escritor más leído y comentado del país de una manera modesta e introvertida, es fácil llegar a asegurarlo. “Sí, se trata de una persona corriente, como cualquier hijo de vecino”. En cambio, si se tiene en cuenta que se licenció en inglés y filosofía, especializándose en lógica modal y matemática, que recibió un premio por su tesis doctoral, que su grado mayor en inglés se convertiría en su primera novela y que recibió dos summa cum laude por ambas tesis, vamos intuyendo que al parecer no era un tipo del todo corriente. Cuando años después de licenciarse en escritura creativa enseña al mundo su magnum opus, La Broma Infinita, y le echamos un ojo, podemos afirmar rotundamente que para nada se trata de una persona normal, por mucho que él interiormente así lo sintiera. Ya lo dice Jesse Eisenberg encarnando al escritor y periodista David Lipsky en la película The End of the Tour, “uno no abre un libro de mil páginas porque ha escuchado que el autor es un tipo corriente. Lo hace porque es brillante”. Filme independiente que, por cierto, narra la entrevista que dicho periodista de la revista Rolling Stone le realizó a Wallace durante los últimos días en la gira de la publicación del libro, y representa un interesante acercamiento al lado más íntimo del autor.
Así es, esta es una de esas ocasiones en las que uno señala al artista y pregunta: ¿genio o loco? Y la respuesta puede ser que ambos adjetivos sean correctos, obviamente de forma positiva. La obra, considerada por la revista Time como una de las cien mejores novelas escritas en lengua inglesa, por su extensión y la diversidad de temas que aborda, se puede clasificar simultáneamente en los géneros de sátira, novela posmoderna, novela existencialista, ciencia-ficción, tragicomedia, distopía, novela filosófica, novela política y novela psicológica; además, emplea de forma común el monólogo interior, la alternancia de narradores e incluso incluye bibliografía ficticia. Casi nada.
Es una novela descomunal y de excesos, ya de por sí excesiva. Longitud, extrema densidad y una exagerada minuciosidad técnica; son constantes las partes en que nos habla durante páginas y páginas sobre el mundo del tenis, examinado hasta profundidades abismales con un detalle casi enfermizo, los párrafos que nos hablan de las drogas y las adicciones, en que nos presenta los nombres de cada medicamento, sus componentes y sus fórmulas químicas, las compañías farmacéuticas… Emplea de forma bastante habitual fórmulas y argumentos matemáticos para explicar sus hipótesis filosóficas y las divagaciones existencialistas que enriquecen el argumento y a sus decenas y decenas de personajes, y nos lleva de la mano a través de un vastísimo laberinto narrativo que, si bien puede convertirse en una especie de caos minuciosamente organizado, también nos habla de forma a la vez satírica y dura de la vida, con un discurso directo y contundente. Con decenas de pasajes humorísticos y grotescos, surrealistas, que nos arrancarán más de una carcajada, nos habla al mismo tiempo de las adicciones, de la dureza de la desintoxicación y del síndrome de abstinencia, de los bajos fondos del mundo y de la tristeza de la soledad, de la desesperación existencial que puede poseernos y destruirnos.
Una obra de complicada lectura, sin duda un reto para el lector, que aparece en muchas de las listas que citan las novelas más densas y complicadas, comparándola habitualmente con Ulises, de James Joyce. Estamos ante algo insólito, mil doscientas páginas –doscientas de las cuales son notas a pie de página aglutinadas al final– de dura travesía literaria que acaparará toda nuestra atención –más bien la exigirá para que podamos seguir el hilo narrativo sin perdernos– y que produce un fuerte shock al que se arma de valor y se zambulle en la lectura. Sin duda, una obra maestra indiscutible ante la que, aun habiéndose convertido paradójicamente en un libro muy leído, el noventa por ciento de aquellos que se consideran lectores habituales se rendirían antes de las trescientas páginas. No es un libro para todos los paladares, ni de lejos, pero sí una joya monumental; porque, ¿quién podría escribir una Broma Infinita? Me atrevo a decir que uno entre un millón, y no me refiero a la población en general, sino a un escritor de entre un millón de escritores de auténtica calidad, y de estos, desgraciadamente, hay bien pocos.
Aunque es una obra de ficción, es fácil reconocer al autor, si se sabe algo de su vida, entre las páginas y a través de algunos personajes. Sería descabellado resumir una novela tan extensa a tan solo dos temas –e ilógico, porque verdaderamente aborda muchísimos temas–, pero digamos, aunque erróneamente, que nos habla de las adicciones y del entretenimiento, por puntualizar en extremo. Estos temas, a lo largo del libro, están impregnados en todas partes y en todos los personajes.
Ya no existe la televisión como tal en esta distopía, sino que el entretenimiento va servido a través de cartuchos que el propio consumidor elige, compra y visiona, algo muy parecido a lo que está ofreciendo Netflix hoy en día. Una muestra más de que Wallace era en parte visionario, porque cuando publicó el libro en 1996 esto era impensable, y hoy cada día más lógico. El padre de la familia protagonista, los Incandenza, además de fundar la elitista Academia Enfield de Tenis (AET), donde se desarrolla gran parte de la historia, fue un director de cine conceptual y de vanguardia, una de cuyas obras se erige como uno de los temas más importantes, enigmáticos y potentes de la novela, que también le da título: la película La Broma Infinita, que posee el poder de dejar en estado casi vegetativo –actuando como un arma letal– a todo aquel que la ve, y que no desea otra cosa que visionarla y seguir haciéndolo hasta la saciedad, olvidándose de todas las demás funciones vitales.
Y esto resulta curioso cuando uno se adentra en la novela y comienza con la lectura, pues al final se percata de que la misma actúa como una potente droga y como un entretenimiento tan perfecto que te desconecta de la realidad. Será impensable para aquellos que desechen la idea de leerla, o que la dejaran a mitad, pero le resultará más familiar a aquel que se deje seducir y la termine. Una obra que exige semanas de lectura intensiva y de máxima concentración, que te deja exhausto al terminarla, pero con una sensación extrañísima, ya que, por algún motivo, el lector tiene el impulso de volverla a coger, abrirla y leer su primera página, solo un poco, para acabar leyéndola de nuevo acto seguido hasta el final. ¿Podría suceder una tercera vez? Quizá sí. En distintos blogs se habló de este fenómeno, de esta enorme ironía, de que una novela tan densa y quizá mortal como la cocaína actúe como esta droga, enganchándonos y obligándonos a volverla a leer, puede que una y otra vez, empalmando final con principio, para que así la broma que nos dejó Wallace fuera, en efecto, infinita.
Como destacan en ciertos artículos o reseñas, “el argumento parece acercarse al concepto abstracto de infinito. Parece capaz de expandirse hasta alcanzar el tamaño de todo el universo, pero, además, entre dos hitos de un argumento, o entre dos personajes, aparecen innumerables hechos, detalles, explicaciones, ramificaciones, nuevos personajes, que llenan un espacio que parecía inexistente. La Broma Infinita es el paradigma de la novela total y, a la vez, es una parodia de la misma. Al leerla, quizá uno tenga la sensación de que ya no necesitará ningún otro libro nunca más; puede ser lo más cerca que ha estado un escritor de ese inalcanzable borgiano del libro que contiene todos los libros posibles”.
Es difícil hablar de ella, reseñarla, atreverse a resumir las innumerables tramas y discursos vitales que ofrece, así como también es complicado intentar entrar, a través de su legado, en la mente de este escritor que en 2008 nos dejó al quitarse la vida. Era conocido que Foster Wallace sufrió depresión durante décadas y que se medicaba para combatir sus terribles efectos, y tras dejar algunos de ellos y experimentar cierta disfuncionalidad con otros, la enfermedad se agravó hasta tan terrible punto. Ciertos pasajes de la obra, que hablan de depresión, de alcoholismo y drogadicción, y de suicidios tras dejar alguna sustancia, evocan el que fue el propio futuro del escritor, algo que suscitó el morbo por la novela tras su muerte, aunque creo que abordar la lectura bajo esta perspectiva e influenciado por ella es algo erróneo. Es más valioso extraer las innumerables clases magistrales sobre la vida y los sentimientos y emociones humanas que nos regala Wallace y, como él decía, dejar que la lectura nos ayude a sentirnos, quizá, un poco menos solos en este mundo.
Pese al paso de los años, la visión futurista y distópica de La Broma Infinita está dando cada vez más en el clavo, siendo no únicamente una novela que resiste muy bien el transcurso del tiempo, sino que también se está convirtiendo en una obra cada vez más coherente y realista, algo que debería resultarnos, cuanto menos, preocupante.
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