El circo en la piel
Tengo una obsesión. No de ahora, llevo meses dándole vueltas. Hay unas fotografías que me fascinan. Me las pongo todos los días un ratito en la pantalla del ordenador. Las miro y remiro una y otra vez, esperando revivir esa primera impresión que me causaron, aunque no lo consigo. Las miro de buena mañana junto a mi café, las busco en internet mientras estoy en el trabajo, a veces en el metro con el móvil. He llegado a levantarme de la cama de madrugada para echarles de nuevo un vistazo. Al principio me causaron una gran impresión y no las volví a mirar durante días, pero poco a poco me daba cuenta de que no dejaba de pensar en ellas, y sobre todo en la gente que aparecía allí. Me empecé a hacer un montón de preguntas acerca de esas personas, cosas que jamás podré saber. ¿Cómo era su voz? ¿Cómo olía? ¿Dónde estaría su otra mitad? ¿Qué sentiría yo si te tocase?
Envidio a Charles Eisenmann, el fotógrafo. Él sí pudo conocer a esas personas, tocarlas, hablar con ellas, saber un poco más acerca de su pensamiento. Durante la década de 1880 retrató a los múltiples empleados de Barnum and Bailey Circus. Como fue normal durante décadas, los circos se nutrían de personas con anomalías físicas reales que exponían al público para su asombro y horror. Se mostraban simplemente y a veces se dejaban tocar, algunas de estas personas desarrollaban otras capacidades para poder presentar un show al espectador. Otras “anomalías” de la época eran bien buscadas por los propios personajes, que llegaban a tatuarse el cuerpo entero, agujerearse o fingir discapacidades. En Estados Unidos en concreto, muchas de estas personas que trabajaban en circos lo hicieron en principio como esclavos, vendidos por sus propios padres o sus antiguos “dueños”. Hasta que con el fin de la Guerra de Secesión paulatinamente empezaron a ser empleados y a ocupar un lugar propio e incluso de reconocimiento dentro y fuera de los circos. En un momento en el que el cambio en las libertades se producía, Eisenmann fue capaz de retratar a un buen puñado de estas personas con un planteamiento estético que pretendía equipararlos a la aristocracia, y que a la vez mostraba con total crudeza, pese o gracias al disfraz victoriano, su realidad. Circulaban reproducciones en cartoncitos, no más grandes que la estampita de una Virgen. Así, depravados como yo podrían guardarlas en sus carteras, o esconderlas a modo de punto de libro y sacarlas en cualquier momento para admirar algo sublime, su imagen.
Otras veces, le odio por haberme dado la posibilidad de obsesionarme con esas personas más de un siglo después de que tomara esas fotos. No quiero saber nada de ellas, no quiero ni imaginármelos, me horroriza la idea de encontrármelos frente a frente. Pero ya es demasiado tarde. Annie Jones, Fanny Mills, Felix Wehrle, Fedor Jeftichew. Intento recordar sus nombres y a la vez olvidarlos. Su piel es el circo en mi cabeza. De ella emana todo, todo a ella retorna, como un velo visible ora de belleza ora de siniestralidad, que oculta una verdad que sólo soy capaz de comprender a medias.
Años después, Tod Browning perseguiría la misma idea. El famoso director de Drácula con su Bela Lugosi, se empeñó siempre en tramar horror y belleza en sus películas. Recurriendo al circo que le fascinó desde adolescente, filmó “The Unknown” en 1927, llegando por cabezonería a “Freaks” en 1932. Creó un film mediante personajes reales y de ficción que le costaría malas críticas, recortes en su cinta y un declive en su carrera. Siempre son insuficientes las palabras.
Piel y más piel. O la ausencia de ella. Intento olvidar a Eissenman y a Browning, guardar en algún cajón mi baraja de horrores. Y entonces lo encuentro a él, y a ella, a todos de nuevo. Toledano, deberías habérmelo ahorrado: lo que mi retina no debiera observar, solo imaginar, y aun y así observa. Más circo a mi cabeza, más circo actual. Con su serie “A New Kind of Beauty”, el fotógrafo presenta la exageración de nuestro tiempo, la fobia extrema del cuerpo cosido, dilatado, rellenado, vaciado. El terror que se aparece en forma de Adonis o de Venus, una puesta en escena directa donde no cabe más que la contemplación y el deleite. Pero incluso en otras de sus series se puede llegar a apreciar lo mismo: toda esa gente que comercia con el sexo mediante su voz desde casa, el declive de su padre, la muerte que se ríe y se muestra al fin como única meta posible, lo que se presiente y angustiosamente es real. Sólo somos carne.
Después de darle muchas vueltas, intuyo que todas esas personas son sólo una cosa que se nos muestra en sus múltiples apariciones, a través del mismo velo. Ese velo, que es la piel, me fascina, me cautiva, me deja presentir el terror, el asco, la fobia que me transforma a través de su contemplación. Su piel es el precipicio que, aunque no debiera asomarme, aparece en forma de materia, demasiado real. Esa piel es el abismo que me deja caer al infierno: mi horror extremo imaginado, deseo subconsciente y sucio, despojado de moralidad. Infierno del que siempre retorno, después de un instante de mi primera contemplación. ¡Qué alivio no ser yo! ¡Qué placer! Porque el circo, amor, está en tu piel.
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