Ingres, la perfección hasta la obsesión

Fue uno de los grandes retratistas de todos los tiempos y uno de los artistas más célebres de su generación. Pero en su tiempo y a sus ochenta años, Ingres era considerado por sus contemporáneos como un hombre pasado de moda y atrapado en lo antiguo. El último de un linaje neoclásico. Sin embargo, en la técnica enseñada por David, el artista más celebre de su tiempo, Ingres era increíblemente moderno para su época.

Paseando por el El Prado estos días podemos encontrarnos con la maravillosa exposición retrospectiva de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), maestro francés clave en la revolución artística de los siglos XIX y XX.

 

el baño turco

El baño turco, 1862. Jean Auguste Dominique Ingres

 

Una de las cosas que más llama la atención de la pintura de Ingres es el detalle de las vestimentas. Sin duda, un historiador de la moda dominante en la primera mitad del siglo XIX. Su sublime forma de pintar los vestidos de la época y la intensidad del detalle nos hace sentir el tacto de las reconocibles texturas, las pieles y la seda dejando un inmejorable registro de los ropajes, sobre todo en la figura femenina. Ingres podía pintar con detalle y maestría el brillo de un chal de cachemira donde los colores fluían con la pureza y austeridad de su perfecto dibujo y el amor que sentía por la pintura academicista de historia. Intentó siempre retratar la verdad absoluta de la vida, pura y simple de la antigüedad. Fue un gran pintor de historia, como observamos en su monumental e impresionante obra Napoleón I sentado en su trono imperial, pero Ingres siempre fue famoso como retratista ya que conseguía un realismo indiscutible.

Por todo esto, me sorprende que Ingres fuera tan sumamente criticado durante la época en la que vivió, pero, quizás, había que entenderlo desde el punto de vista de la moda. Es tan criticado hoy en día como lo fue por sus contemporáneos. La respuesta crítica a su obra fue desde la burla descarada a los mejores elogios entusiastas. Los críticos siempre le achacaron falta de espontaneidad en sus pinturas, su perfecto y excesivamente terminado trabajo, con palabras como “todo lo que pinta es tan sumamente evidente que le resta pasión a su pintura”. Pero es que Ingres amaba y se obsesionaba por los ideales de la antigüedad y a la vez intentaba integrarlos en la modernidad de su tiempo. Fue un perfeccionista hasta el punto de obsesionarse en buscar la precisión y el dominio de la forma.

Con su gran rival, Delacroix, siempre tuvo una relación bastante mala; aquel odio era mutuo. Ambos representaban dos posturas enfrentadas, la reaccionaria y la revolucionaria, la académica y la pasional, el dibujo frente al color empastado. El enfrentamiento entre ambos pintores se convertiría en símbolo de una época. Pero, sin embargo, su enemigo siempre admiró el talento de Ingres para las vestimentas y la magnificencia con la que Ingres hacía destellar lo adornos en sus pinturas.

 

la bañista de Valpinçon

La bañista de Valpinçon, 1808. Jean Auguste Dominique Ingres

 

El maestro de la vestimenta femenina también supo despojar de ella a las protagonistas de sus obras. En la figura femenina desnuda de Ingres se aprecia claramente la mirada voyeur de la figura masculina que, al son de los placeres del cuerpo desnudo, observa desde un punto invisible de la pintura. Esta mezcla de tradición clásica y descaro sexual tampoco fue entendida por todos sus contemporáneos, que no veían la justificación del desnudo en sus obras ya que el de la mujer representada para el consumo masculino era innecesario y no podía ser aprobado. Berger dijo en una ocasión que “el desnudo está condenado a no alcanzar nunca la desnudez. El desnudo es una forma más de vestido”.  Y es que no hay más pecado que el de los ojos de los que se avergüenzan del desnudo, pues este es esencial para que un pintor pueda entender la forma y las proporciones.

Las bañistas y odaliscas de Ingres no sólo son ideales de belleza, sino también mujeres reales en las que Ingres transmite el placer de ver a través de su cuerpo y su ornamentación. Entre Francia e Italia, Ingres se dejaba llevar por sus propios impulsos artísticos, por lo que no encajaba en los salones de arte. Fue uno de los pintores más experimentales del siglo XIX con su constante búsqueda de la forma humana idealizada, lo que le llevó en ocasiones a distorsionar anatómicamente las formas femeninas para verlas más bellas, como sucede en El baño turco, una de sus obras más conocidas en las que se aprecian deformidades anatómicas idealizadas por el artista y poco entendidas por los demás.

Pese a que tuvo que cargar con durísimas críticas hacia su pintura, al final de su vida fue muy respetado y se le consideró incluso el mejor artista vivo de Francia. Nadie continuó su camino y se le considera el último pintor neoclásico de la historia.

 

Napoleón Bonaparte como Júpiter entronado

Napoleon I como Júpiter entronado, 1806. Jean Auguste Dominique Ingres

 

El sueño de Ossin

El sueño de Ossian, 1813. Jean Auguste Dominique Ingres

 

madame nosek

Madame Paul Sigisbert Moitessier, 1851. Jean Auguste Dominique Ingres

 

Jordi Machi

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