Disney Princesses: del idealismo al realismo, pasando por el pop
Como ocurre con todo aquel individuo que ha venido al mundo para convertirse en mito, del señor Walt Disney, así como de su legado, se ha lucubrado tanto que su persona ya ha trascendido a leyenda, y eso que aún no se han alcanzado las 50 primaveras desde su fallecimiento.
El rumor más extendido es la supuesta criogenización de su cuerpo; acuerdo de eternidad casi egipciaca pactado con la ciencia poco antes de que fuera vencido por el cáncer. También se ha insinuado sobre su ideología política, receptiva esta al nacionalsocialismo alemán que tantos dolores de cabeza hizo pasar a la Europa de la primera mitad del siglo XX. De lo que no hay dudas es del duro papel de delator de comunistas que Disney asumió durante la fatídica “Caza de Brujas” que por los años de la Guerra Fría sacudió los cimientos de Hollywood. Tampoco existen vacilaciones al respecto de los evidentes mensajes subliminales −ligados estos al sexo− introducidos en carátulas y las propias cintas pertenecientes a su sello.
Pese a realidades mezcladas con habladurías, y viceversa, su pequeña empresa llegó a convertirse en la industria de la animación más importante del planeta, haciendo que sucesivas generaciones hayan quedado marcadas por esos iconos idealizados que sus películas emplean como protagonistas, hoy reconocidos por la colectividad cual auténticos ídolos pop, tal y como Mr. Disney quiso que fuera.
Su propósito fue el de abarcar la mayor cantidad de público posible, y vaya si lo consiguió. Sus largometrajes se fundamentan en cuentos de hadas preexistentes, pero narrados y escenificados de tal manera que obnubilan tanto a pequeños como a mayores. El área poblacional infantil queda prendada por la fantasía de un universo mágico que va mucho más allá de sus sueños, donde, por ejemplo, los animales se comunican con el ser humano de una forma natural y lógica. Por otra parte, el adulto se siente atraído por los romances, la banda sonora, el humor inocente que lo traslada a edades pasadas, así como por esa especie de envidia sana que transmiten ciertos personajes, sobre todo femeninos.
Blancanieves es el vivo reflejo de las chicas pin up de los 40, de una tez pálida que favorece aún más el carmín rojo que oculta sus gruesos labios. Aurora (La Bella Durmiente, 1959) sería el perfecto fichaje para un anuncio de champú que evite el encrespamiento del cabello. Y Maléfica, un trasunto de suegra estirada que para colmo tiene más estilo que tú.
Su imagen y estereotipos han quedado anclados a la memoria colectiva como si de estrellas del cine clásico se trataran, quienes ya de por sí viven en una dimensión paralela a la nuestra, así que imaginaros lo que trasciende en este sentido alguien que no es real.
Las princesas Disney desarrollan su existencia en un sempiterno bucle, regidas por un guión que se repite, sin ser este desvirtuado, cada vez que se muestra la proyección. Pese a que algunas albergan la rebeldía y la indisciplina que proporciona la adolescencia −la cual tuvo que sufrir el rey Tritón−, o directamente sean las representantes del mal, estas mujeres esculturales surgidas del carboncillo asumen el rol de muchachas “que jamás han roto un plato”; ingenuas y con ninguna gana de extrapolarse de los límites, como amenazadas por la moral para no quebrantar los 7 Pecados Capitales.
Instauradas en la cultura popular desde que la compañía del célebre ratón alcanzó la fama, las doncellas y las brujas de Disney dan el salto definitivo para, unas décadas después, formar parte de la cadena alimenticia que el arte pop necesita para subsistir.
El Pop Art se caracteriza por la descontextualización o tergiversación simbólica de un objeto cotidiano o persona física reconocida, pues, como sabemos, la multiplicación del rostro de Marylin Monroe bajo el cuño de Warhol no es un mero homenaje a la artista, ya que la idea es convertirla en un producto manufacturado que puede ser comprado y vendido.
La cuestión es “arrancar” de su hábitat original una figura perfectamente identificable por la comunidad para que esta adquiera un significado distinto al que poseía en su entorno inicial tras ser depositada en un nuevo estadio. ¿Y si invitáramos a la prole de Disney a abandonar el distante celuloide para acomodarla en unas estancias más próximas a nosotros mismos?
La propuesta del mexicano Rodolfo Loaiza pretende desvelar la vida privada del caricaturesco elenco a través de la captación de determinados instantes, donde la dignidad y lo considerado políticamente correcto han quedado olvidadas en el estudio de grabación, tal y como ocurre con el común de los mortales. Relaciones homosexuales, drogadicción, botellones para olvidar y posturas indecorosas. Se han dejado llevar por el imbatible sistema y la sociedad de consumo, subiendo selfies a las redes sociales para mostrar la camiseta con su ídolo estampado. Después de tanto encorsetamiento impuesto por la industria a la que pertenecen, han decidido cambiar su aspecto: se alborotan el pelo, tatúan sus brazos y acuden frecuentemente a clínicas especializadas en cirugía estética.
Por los mismos derroteros se mueve iCON, quien traslada sus mensajes sociales directamente a la vía pública. Se vale de plantillas y aerosoles para actuar sobre los muros de ciudades como Londres o Berlín, recurriendo a las efigies de Disney –entre otros personajes igualmente afamados− para ser estas bajadas de los altares y verlas actuar en situaciones en las que el ciudadano de a pie se ve envuelto a diario, ya sea directa o indirectamente.
Problemas como el racismo, la violencia y el consumo exacerbado son denunciados por este monstruo del Street Art de origen británico, quien claramente continúa con el estilo puesto en boga por un compatriota, el polémico Banksy, también usuario de la parafernalia Disney.
Desde el 21 de agosto hasta el 25 de septiembre de 2015, las puertas de Dismaland se mantuvieron abiertas para todo aquel que se acercara a Weston-super-Mare (localidad cercana a Bristol). Simulando los grandes complejos de atracciones de Disney, Banksy construye, con la ayuda de una extensa lista de artistas, su particular parque de recreo. Por supuesto que siguió las pautas necesarias para el levantamiento de este tipo de superficies, pero su objetivo no era el simple entretenimiento de los visitantes, sino el de remover sus conciencias.
De aspecto lúgubre y descuidado, Dismaland se viste de un asfalto gris como el utilizado para los uniformes de los trabajadores del centro, los mismos que mantienen una actitud pesimista y desesperanzada. Inmigración, desigualdad, la falta de empatía con el débil y la opresión del establishment son el basamento de los reclamos lúdicos, estos interactivos o estáticos, de los que se vale el complejo, obligando al turista a reflexionar después de cada atracción.
Apreciamos cómo los artífices de la contemporaneidad se nutren de los iconos Disney a partir de un dispar modus operandi, aunque los distintos alegatos arriban a un único punto de encuentro: la dura crítica a la corrupción del individuo.
Si Walt Disney humaniza a sus personajes para una mayor complicidad e identificación con el espectador y los dispone como modelos ideales en sus films, el arte de vanguardia activa un proceso de naturalización sobre los mismos. Este concluye con un resultado antagónico al estado primario de aquella figura de la cual el artista se había apropiado, es decir, que ahora aparece absolutamente deshumanizada, luego comprendida como un fiel reflejo de la sociedad de nuestros días.
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