La recepción del arte en la era del smartphone
En 2015 tuvo lugar en México un fenómeno inusual en materia de exhibiciones artísticas. Los medios de comunicación reportan cifras históricas en asistencia, particularmente en dos exposiciones, que son “Obsesión infinita” de Yayoi Kusama y la de Miguel Ángel y Leonardo en el Palacio de Bellas Artes.
“La muestra de la artista japonesa superó en 100 días a toda la afluencia anual del Museo Tamayo; además, generó 30,000 publicaciones en Instagram, Twitter y Facebook”. Reporta CNN Expansión .
“Reciben 220 mil visitantes Miguel Ángel y Da Vinci en Bellas Artes”. Periódico La Jornada.
Tales reportes, aparentemente, representan dos cosas. Por un lado, un creciente interés de la sociedad mexicana por el arte y la cultura, hasta tal punto que se ha de esperar horas en una fila para visitar una exposición que se recorre en media hora bajo las exigencias de un equipo de seguridad que incrementa la velocidad para que la gente no se detenga ni siquiera a contemplar en su totalidad los asombrosos, maravillosos y auráticamente cargados dibujos de Leonardo Da Vinci. Tampoco la posibilidad de perderse en la obsesión infinita de una instalación es una alternativa cuando tienes unos cuantos segundos, pues hay una fila esperando deseosa de vivir la experiencia, incluso si esta sólo queda incrustada en una fotografía que flota por el ciberespacio.
¿Qué es lo que está ocurriendo si ponemos atención a las letras pequeñas? ¿Son realmente estas exposiciones tan interesantes como para congregar de un modo casi religioso a miles de personas o cumplen con un requerimiento a la sed de un público masificado por vivir una tendencia cuando el espectáculo es por sí mismo insuficiente? Tras el éxito de estas exposiciones, una concepción que entiende la cultura como una sustancia cuantificable, la cual se puede adquirir en la medida en que se consume dentro de los recintos culturales, juega un papel importante. Lo pertinente de atenerse a las políticas y distribución del espacio del museo no es lo que pueda significar para un visitante la obra de algún artista, sino poder comentar de que estuvo allí.
Podríamos localizar un antecedente al tema de la espectacularidad acrítica del arte en el año 1962, cuando se presenta el cuadro más famoso de Leonardo en el Museum of Modern Art de Nueva York [1]. Si bien en aquel momento no existían dispositivos móviles con los cuales obtener un registro de la asistencia a tan importante evento, los ánimos por asistir no parecen diferir mucho de lo que observamos con los números de la recién concluida Leonardo y la idea de belleza en la Ciudad de México.
Hasta este punto, es necesario aclarar que el propósito de este breve escrito no es alertar negativamente al lector sobre la llegada de esta tecnología al campo del arte. La proliferación de esta manera de acercarse a una exposición, quizás incurriendo en una obviedad que no valdría la pena señalar, se debe a la incursión de los teléfonos inteligentes en nuestras vidas, un dispositivo capaz de mantenernos al corriente de la información a nivel internacional o de proporcionarnos información de corte mundano como lo es el conocer el desayuno de nuestros mejores amigos. Una vía para mantener conectada a una red sobre el aspecto más superficial de nuestra existencia terminaría por, en mayor o menor medida, reconfigurar la manera en que nos relacionamos no sólo entre los seres humanos, sino, en este caso, con el arte.
Ya dijo el empresario cultural John Brockman en 1995 que “nuevas tecnologías implican nuevas percepciones. Al tiempo que creamos herramientas, nos recreamos a nosotros mismos a su imagen”. (The third culture p. 378).
La postura de Brockman nos remite a las posibilidades que ofrece el dispositivo con el que cargamos cotidianamente en cuanto a lenguaje discursivo —telecomunicación a enormes distancias, por ejemplo—; sin embargo, es importante la nueva comunicación que se establece a partir de iconos e imágenes incorporadas en las aplicaciones de mensajería instantánea, con los que añadimos otros elementos de carácter visual que hacen que, en ocasiones, la palabra pase a un segundo plano en nuestras conversaciones. Esta brecha que se abre hacia un pensamiento distante de un logocentrismo es un argumento muy utilizado para ver en las nuevas tecnologías una apología a la idiotización. Dolf Zillman, preocupado por un empobrecimiento del pensamiento, concluye en Sobre la iconización de la concepción del mundo (1997) con “la comunicación icónica es básica y primitiva”, dado que “los medios visuales hacen referencia a lo concreto y singular, desentendiéndose de lo general y abstracto, ejerciendo una fuerte influencia en la percepción” [2].
En torno al tema de estos teóricos, no busco más que construir un argumento sólido, en la medida de lo posible, ante una postura reaccionaria, ponderando las exposiciones como recintos de una “alta cultura” y descalificando la irrupción de la tecnología en la manera en que se vive un museo. Nos guste o no, estamos de alguna manera involucrados en esta nueva percepción, en esta realidad en la que una conexión a internet democratiza y convierte una publicación, dentro de alguna de las redes sociales, en un instrumento fuerte para legitimar o destruir algo.
Por otro lado, no invito con esto al lector a unirse sin criterio a este modo de adentrarse en una exposición. Sin afán paranoico, una política cultural construida sobre la cantidad de visitantes que atrae a sus recintos, gastando millones de pesos en seguros para obras mientras que por otro lado recorta presupuesto para los estímulos de creación artística, no es un buen indicio para los artistas en formación. De uno u otro modo, para el artista y para un público interesado en el arte, encontrar algo distinto en una oferta cultural ávida de novedad y en un espacio en el cual se pueda hacer una práctica del arte medianamente libre, implica crear canales subalternos y toda una estructura para que el arte lejos del espectáculo sea una vía tangible para la reflexión.
A ti, apreciable lector, ¿cómo ha impactado la tecnología en tu acercamiento al arte?
[1] Para profundizar sobre este acontecimiento, recomiendo el documental “La maldición de la Mona Lisa” del crítico de arte Robert Hughes.
[2] Zamora Águila, Fernando. Filosofía de la imagen: Lenguaje, imagen y representación, 2007.
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