Schiele, obscenidad y prohibición

Quiero salir muy pronto de Viena. Qué espantosa es la vida aquí. Toda la gente me envidia y conspira contra mí; antiguos colegas me miran mal. En Viena reinan las sombras, la ciudad es negra y todo son prescripciones. Tengo que ver algo nuevo y quiero investigarlo, quiero paladear aguas oscuras y árboles que se quiebran, ver vientos salvajes; quiero mirar asombrado verjas mohosas, cómo viven todos ellos, escuchar bosques jóvenes de abedules y las hojas tiritando, quiero ver luz y sol y disfrutar al atardecer de los húmedos valles de color azul verdoso. Sentir cómo brillan los peces dorados, ver cómo se forman las nubes blancas, quiero hablar con las flores. Ver con cariño los prados y las gentes sonrosadas, conocer iglesias antiguas y dignas y pequeñas catedrales, quiero correr sin parar por redondeadas colinas y amplias llanuras, quiero besar la tierra y oler las suaves y cálidas flores del musgo; después crearé con tanta hermosura: campos de colores…

 

No son las palabras de un loco, pero casi. Quien escribió esta carta se encontraba, en ese instante, artísticamente coaccionado, por lo que, en el argot del artista, estaba prácticamente muerto. La vida de Egon Schiele, cuya tinta escribió las citadas palabras, es una de esas vidas de las que siempre se puede hablar, de las que, con pasmosa frecuencia, se puede aportar algo nuevo, y cuya obra, eternamente joven, ofrece una lectura fresca, independientemente del momento y del lugar en que se ejecute. Aunque en poco tiempo nos plantemos ante el centenario de su muerte, basta con darse un paseo por la ciudad de Viena, inteligente explotadora de su herencia a través de sus queridos BelvedereLeopold y Albertina, para sentirlo tan vivo como siempre en una sociedad que amó y sentenció su figura a partes iguales.

De entre todos los artistas de su generación fue Schiele el que con mayor frecuencia rayó el exceso, pues fue de un talento excesivamente precoz, de una excesiva curiosidad y de una muerte excesivamente temprana. Tales estados, tan íntimos entre sí en la existencia del artista vienés, son aquellos que lo configuran como un artista de bandera, de esos que siempre digo que hay pocos, que optó por alejarse de lo establecido, de lo políticamente correcto si se prefiere, para entregarse por entero a una insaciable sed de descubrimiento.

 

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Akt selbstbildnis (Autorretrato desnudo), 1916.

 

Si se habla de cuerpo, se habla de Schiele. Se habla de muchos otros, pero Schiele merece un respetado trono entre todos ellos, a compartir quizá entre un par, no más, pues fueron las formas corporales las que marcaron su vida, siendo su debilidad a la par que su punto más fuerte. Fuente inagotable de inspiración, los cuerpos le apasionaron a un nivel inimaginable para cualquiera de nosotros, transfiriéndose a sus pinturas en forma de tierna sensualidad, obsesión erótica y concepto inamovible de soledad. Pero tan efervescente fijación no fue buena para la época que le tocó vivir, por desgracia no muy distante de la de hoy, abarrotada de ridícula censura y meapilas con pocas almas que salvar, pero muchas que condenar. Su obra fue tachada de obscena, por lo que ingresó una corta temporada en prisión, más como escarmiento que otra cosa, y una de sus obras fue condenada al fuego por considerarse de contenido pornográfico. Eso sí fue castigo.

 

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Sitzender Mädchenakt (Chica desnuda sentada), 1914.

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Schwarzhaariger Mädchenakt (Muchacha desnuda con el pelo negro), 1910.

 

Si hay algo que me fascina del arte es que es posible obtener una lectura completa, o casi, de la vida de un artista siguiendo el trazo de sus obras. Lo que se extrae de ellas puede ser algo limpio, de una absoluta pureza, o algo sucio, lleno de miedos y tormentos. No voy a hablar, pues, de su vida, porque me parece innecesario biografiar y porque me aburre enormemente. De lo que trato es de abrir una brecha en la figura del artista, el que nace poco a poco, el que se configura entre sucesos. Al contacto con la mirada, la obra de arte cuenta más historia que la que pueda narrar cualquier individuo que, sin ánimo de ofensa o menosprecio por mi parte, ni lo conoció ni fue contemporáneo suyo. Para eso, pienso, prefiero hallar mis propias conclusiones, algo a lo que siempre invito, y ya con una opinión formada en la sesera me dejo llevar por las variedades biográficas retándolas a que me sorprendan. En el caso de Schiele, si la observación de sus obras se acompaña de la lectura de sus escritos y cartas que, por fortuna, son muchos y de fácil disposición, uno mismo puede conocer su historia casi de primera mano.

Schiele no fue un obsceno, tan solo fue un idiota que pecó de ser un artista excelente. Se le castigó por dibujos con niños como protagonistas, por relacionarse con muchachas y muchachos que mostraban sus sexos con fines pictóricos y por recoger todas aquellas formas bajo su firme trazo. Yo, que siento un placer casi físico cuando me presento frente a su obra, debo ser también alguna clase de enfermo. En la actualidad existen aspectos mucho más perversos en torno al cuerpo infantil, lo que ocurre es que estamos tan acostumbrados a verlos que no nos damos cuenta. Hoy, toda Austria se siente orgullosa de haber gestado a un artista de ese calibre, pues se habla de belleza y no de depravación. Y es que puede encarcelarse al artista, pero su obra no puede ser atrapada por barrotes o grilletes. Ya dijo el artista, en días de reclusión, que el arte no puede ser moderno, el arte es eterno. Egon Schiele es eterno.

Salvador Carbonell-Bustos
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