Una historia de Historia (IV)

“La expresión, para mí, no reside en la pasión que estalla en un rostro o que se afirma por un movimiento violento. Está en toda la disposición de mi cuadro: el lugar que ocupan los cuerpos, los vacíos que hay en torno a ellos, las proporciones, todo tiene su papel. La composición es el arte de ordenar de manera decorativa los diversos elementos de que dispone el pintor para expresar sus sentimientos”.

Henri Matisse

 

En este camino que con gusto recorro por la Historia, que meses atrás me vino a la cabeza entre el delirio de algunos libros y varios sueños un tanto extraños, donde por intervención del desvarío tantos hechos quedan relegados -que no olvidados-, pretendía pasar de puntillas por aquel bullicio pictórico que comenzara hace ya más de un siglo, planteándolo más como escenario para lo que viene después y agoniza hasta hoy, que tiene miga.

Me gusta decir que poca gente lee esto, nada más lejos de la realidad. A nadie le interesa la Historia, o poca gente queda ya, por lo que quien sienta curiosidad por estos temas puede empezar a tomar medidas para que su demolición social no vaya a más. A excepción de algunos estudiantes de Bellas Artes que me agradecen el ofrecerles una lectura amena y de un reducido número de amigos que, ya sea por interés o por compromiso, dedican un par de minutos al producto de mis teclas, ésta, como tantas otras publicaciones, quedará rápidamente sumergida en el fango, sepultada por otros contenidos de interés público mucho más interesantes que los míos. Igual da que hable de fulanos y fulanas encerrados a cal y canto en una casa o de otros tantos que se suben al altar sin haberse visto en su puta vida. Perdón por lo de vida.

 

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Lujo, calma y voluptuosidad (Henri Matisse, 1904-1905).

 

Dicho esto, cambio ligeramente mis planes para hoy. Mi amiga Lluïsa, a quien el tiempo, aunque breve, ha hecho que le profese un especial cariño, quiere que le cuente algunas cosas del fauvismo. Como tengo la certeza de que ella sí me leerá, no tengo el valor para negarme; y dado que me quedé fantaseando con los últimos vestigios artísticos de finales del siglo XIX, no podría tenerlo más fácil.

 

Henri Matisse, la fiera por excelencia

Lo cierto es que al fauvismo se le ha dicho de todo. Su nombre se instaura entre los primeros atrevimientos que rompen con lo clásico, diciendo de él que es el fin del inicio de las vanguardias, o recurriendo al mismo como la primera de ellas perfectamente delimitada, que deriva o evoluciona de una u otra tendencia o que recoge características más o menos claras de muchos lugares y de ninguno a la vez. Igual da. Ni siquiera importa saber cuándo empezó o acabó, pues dudo mucho que alguien lo sepa con exactitud y dudo también que importe demasiado. Lo que sí está claro es que el desmelene del fauve tuvo un claro protagonista, por lo que hablar de fauvismo sin Henri Matisse es como ver Telecinco en prime time sin pegarse un tiro. Para entendernos.

El fauvismo no fue revolución, ni rotura, ni quiso deshacerse de nada. El hecho de que Matisse apareciese empapado de postimpresionismo no quiere decir que todo un movimiento dependa de otro anterior, ni que la obra de un artista tan excepcional como el que nombro deba ser entendida a través de la de otros, aunque tales ideas se apoyan en unos años en que todo es pasajero y aparece para desaparecer o ser velado con una rapidez sublime. Sea como fuere, el talento artístico de este artista francés, que tardó un tiempo en manifestarse, se extendió hasta bien entrado el siglo XX. Después de abandonar sus estudios de Derecho por el arte, como sucediera con otros ilustres de la talla de Cézanne y Degas, marchó al taller de Gustave Moureau, y tras mamar de la teta proverbial del maestro inició una etapa colorista que marcaría sus futuros pasos como artista.

 

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Armonía en rojo (Henri Matisse, 1908).

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Alegría de vivir (Henri Matisse, 1905-1906).

 

Influenciado por la lectura de Paul Signac comenzó a interesarse por el divisionismo, alejando a su pincel del convencionalismo pictórico e introduciéndolo en los puntos de color como método para dar forma a sus pinturas, y cosechó un ferviente amor por Cézanne, cuya influencia estaría siempre presente. Y se presentó Ambroise Vollard, marchante de tantos otros por aquellos años, que le proporcionó el empuje necesario para llevar a cabo su primera exposición individual, que resultó un absoluto fiasco, y lejos de la rendición se tomó un tiempo para la contemplación y la búsqueda de un lenguaje personal. Por esas fechas ejecuta Lujo, calma y voluptuosidad, notable obra que regurgita la temática bañista más cézanniana y lo pictórico de Signac, que, tras ver la obra, se la llevó a casa. El divisionismo en la pintura estaba bien, pero no era suficiente, y, con el paso de los meses, Matisse acabaría alejándose de él para construir los pilares del que sería su movimiento por excelencia.

 

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Desnudo azul: Recuerdo de Biskra (Henri Matisse, 1907).

 

Aunque no me gusta entrar los orígenes ni desvariar entre comienzos y finales de tendencias artísticas, por la sencilla razón de que resulta una tarea hasta cierto punto inútil, sí me gusta citar el origen de su nombre, y en el caso del fauvismo se ubica en el Salón de Otoño de 1905, cuando el crítico Louis Vauxcelles, por un golpe de color atribuido a las obras de Matisse, Derain, Marquet o Braque, hablara de fauves (“fieras”). De ahí su nombre.

Matisse decía con frecuencia que expresión y decoración son una misma cosa, y si bien adoro el trabajo de este individuo no puedo dejar de estar en desacuerdo con esa afirmación. Al menos dicho paralelismo, muy arraigado en su forma de entender el arte, se plasma en Armonía en rojo, que por ser “insuficientemente decorativa” toquetearía el artista una y otra vez hasta dejarla tal cual la vemos hoy, y en Alegría de vivir, pintura en que todo volumen, ya sea del cuerpo o del paisaje, se funde y se disuelve en una intensa armonía de colores saturados. Destaca igualmente Desnudo azul: Recuerdo de Biskra, donde la sombra se acentúa a través del azul, induciéndole, quizá sin saberlo todavía, hacia una reducción cada vez más evidente de su paleta de colores y encaminándose a algo cercano a la monocromía. Y al mismo tiempo que lo corpóreo se convierte en eje inamovible de la producción de Matisse, un tal Picasso trabaja en la fragmentación del cuerpo que vaticina Las señoritas de Aviñón.

 

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La danza (Henri Matisse, 1909).

 

La danza es otra de esas pinturas que humedece los ojos, y, a juicio personal, una obra que constituye una culminación necesaria en Matisse. Es la guinda de un suculento pastel compuesto por una composición sencilla, plana, de colores especialmente limitados y de una acertada y sugerente simetría a través de la elipse que forman las propias figuras humanas. Eludiendo las palabras de todos aquellos que gozan buscándole las cosquillas a una pintura, y que optarán por decir una u otra barbaridad o estupidez, me quedo con las palabras del propio artista para su propia obra: “En esta composición, mi primer y principal elemento de construcción era el ritmo, el segundo, una gran superficie azul sostenido, el tercero, una colina verde. Con estos datos, mis personajes desnudos sólo podían ser bermellón para obtener un acorde luminoso. (…) Al contrario que lo que yo pensaba al ejecutarlo, que la proporción de las superficies coloreadas por sí sola, independientemente de la materia, daría la expresión total de la obra, vi entonces que mi materia tenía su necesidad y que añadía mucho a la riqueza de la pintura por el juego de pincel que deja traspasar la luz de la tela blanca, y hace de esos colores lisos superficies vivas; una especie de moaré tornasolado”.

Dicho esto, cualquier apunte añadido está de más. Lluïsa, discutimos cuando quieras todos estos delirios y despropósitos artísticos, pero en la intimidad, con una cerveza y en compañía de quien gustes. Así es mucho más bonito, que luego nadie nos lee.

Salvador Carbonell-Bustos
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